La conclusión que sacamos se puede resumir en las sabias palabras de Rolo: Osaka es una ciudad de Japón, mientras que Tokyo es una ciudad del mundo. Ambas fascinantes, nos mostraron dos caras distintas del país cuya mayor parte está cubierta por montañas inhabitables. En estas dos semanas supimos estar en la región del Kyushu al sur, en la región de Kanto y la de Kansai, pasando por ciudades como Osaka, Kyoto, Tokyo, Yokohama, Hyogo, Fukuoka y tuvimos la intención de llegar al monte Fuji pasando por Otsuku y el pueblo de Fuji en un fracasado intento que les contaré a continuación. Supimos vivir diversos paisajes, algunos ajenos a las imágenes preexistentes en nuestras memorias, otras archi-conocidas que adquirieron la tercera dimensión y pudieron ser percibidos con todos los sentidos, siendo partícipes del lugar.
En todos lados fuimos testigos de la ilimitada amabilidad del japonés, de su respeto propio y hacia el extranjero, de su perfección, de sus costumbres "raras" (catalogando lo raro como aquello distinto a lo nuestro) y fuimos parte de una masa de armonía, paz y estilo de vida occidental japonizado sorprendente, donde los mínimos automóviles apenas superan la cantidad de bicicletas que circulan por las calles.
La arquitectura que vimos se resume en tres nombres: Tadao Ando, Toyo Ito y Kenzo Tange, teniendo como figura de destaque femenino a Sejima de quien ya habíamos visto obras en los Estados Unidos. Paradójicamente, me pareció que una de las mejores obras que vimos en Japón es de un uruguayo, Rafael Viñoly y se trata del Foro internacional de Tokyo. Una arquitectura macro de una potencialidad impresionante con un programa destacado en una de las capitales del mundo. Pero a esto se sumó la arquitectura internacional de Tokyo especialmente, con sus edificios de marca como la tienda Prada por ejemplo de Herzog & De Meuron contrastando con la arquitectura tradicional de los templos y los palacios imperiales que tanto nos impactaron, esos lugares del "verdadero Japón" que nos recibió especialmente en los primeros días.
Dos semanas nos alcanzaron para embebernos de este país maravilloso donde lejos se está de la paranoia de la catástrofe nuclear, donde nos mojamos con una supuesta lluvia radioactiva y vaya uno a saber cuántas cosas más. Cada uno lo tomó a su manera, con diversos grados de precaución por si las moscas. En lo personal no consumí frutas ni verduras prácticamente más que alguna colada en alguna hamburguesa, pero tampoco toqué los pescados y los mariscos a excepción de la noche de mi cumpleaños en lo de Hiroshi Hara compartida entre otros personajes con El Huevo con su toque característico a las reuniones fiesteras, ya que esa noche tenía una capa anti radiación por ser mi noche. Pero de verdad que de la comida fue todo un tema, por un lado por las supuestas restricciones alimenticias sobre las cuales estuve leyendo previo al viaje, donde además de todo lo anterior entraban los lácteos los cuales tampoco consumí. Básicamente podría decir que comí como el culo estas dos semanas y que apenas llegue a Beijin me voy a comer una fuente de frutas y me voy a tomar catorce litros de leche! Pero más allá de las restricciones, el tema de la comida seguirá siendo todo un tema en este país donde es tan difícil encontrar gente amarga como obesos o gente pasada de peso. La gran mayoría de la población es flaca o muy flaca y si uno ve lo que comen entiende el porqué de la flacura. Aquellos que me conocen saben que yo no soy de los que comen más precisamente, pero les puedo asegurar que una porción de comida japonesa no alcanza ni para picotear. Los primeros días de hecho, consumimos la comida local, hasta que el tercer día nos dimos cuenta con el Rolo que ya casi no podíamos caminar y nos tuvimos que comer dos Snickers cada uno para fortalecernos un poco. Los alimentos en general consisten en arroz o fideos acompañados de algún tipo de vegetal, pescado o cerdo, pero las cantidades son absurdas para nosotros, al igual que los precios, por lo que pagar 800 yenes ($200 uruguayos) por un platito para un niño de cinco años no es negocio, lo cual nos llevó a algo que ninguno de los que me conocen me creería: comer en McMierda varias veces durante estas dos semanas, lo cual sumado a las veces que tuvimos que consumir dicha porquería en paradas de emergencia en alguna ruta norteamericana es una barbaridad que supera todas las veces que acudí a dicho lugar en toda mi vida. Dicho proyecto de hamburguesa se vio complementada por algunos refuerzos de algún tipo de fiambre improvisado o platitos de fideos con tuco o similar preparados por los supermercados. Así pasé estas dos últimas semanas, deseando comer una ensalada, un guiso, un churrasco... y ni que hablar de una parrillada con chinchulines y molleja crocantes con limón...mmm...me encanta!
Dentro de las tantas cosas que nos llamaron la atención, además de la seguridad en las calles, la serenidad de la gente y todo lo demás, es que en los lugares de comida rápida como por ejemplo McMierda, los empleados no son pibes estudiantes explotados que son cambiados todos los días por la gran multinacional, sino que nos hemos cruzado con señores que con nuestra lógica parecerían comerciantes detrás de una vidriera de una relojería por ejemplo, pero aquí uno los ve con el ridículo gorrito con la M trabajando a una velocidad sobrehumana para entregar en breves segundos un combo. Por supuesto que todos lo reciben a uno de una manera tan agradable como en los Family Mart o los Seven Eleven, con un cantito muy dulce y gracioso, en una especie de versito de cortesía ya armado a la gran "Seiborg Italia, Sono Alí, posso avere il tuo nome per favore?" pero en ponja y adecuado a la situación. En algún punto ellos hablan solos mientras pasan los productos por el scaner, pero luego de dos semanas hemos llegado a deducir que siempre dicen más o menos lo mismo y por pura fonética ya sabemos como y cuando responder a cada cantito seguido de un acto de reverencia múltiple agachando la cabeza y el torso hacia adelante. Es inevitable salir de uno de estos lugares repitiendo la seguidilla del: "kozaimaas...hai-hai-hai ... shunukukoiaaa..kozaimaaas hai..hai...kozaimaas".
Dentro de todo lo que habíamos visto de Japón, de su cultura, de su gente, de su arquitectura, nos pareció pertinente con el Rolo hacer un par de visitas obligadas no tan concurridas por nuestra generación de futuros arquitectos: ir al monte Fuji y al Estadio Olímpico de Tokyo. El primero por su espectacularidad y por lo que significa para el pueblo nipón mientras que el segundo es un lugar de valor arquitectónico relativo, pero de gran significación sentimental para nosotros que somos bolsilludos a muerte, pues se trata del estadio donde el glorioso Club Nacional de Football supo dar la vuelta olímpica ganando dos de las tres copas intercontinentales. Así fue que en una jornada autoprogramada salimos de recorrida donde uno de los puntos fue justamente el Estadio. Notamos al llegar que había un movimiento inusual con muchos enanos de jardín ponjas en la vuelta y siendo un Domingo supusimos que se trataba de alguna jornada cerca del Estadio. Para nuestra sorpresa, entramos como pericos por nuestra casa directamente a la cancha, al campo de juego, minado de pequeñas ratitas que nos demostraron que el baby fútbol es igual en todos lados del mundo: una pelota y ambos cuadros completos corriendo tras ella sin importar una posición en la cancha, con el infaltable y típico garronero que espera atrás de los otros para ver si pasa la pelota para pegarle un puntazo hacia cualquier parte. Así recorrimos la cancha, con las camisetas puestas en el día previo a la final donde Defensor volvió a comer con papá. Allí estuvimos, donde estuvo Victorino, Ostolaza, Gomez y tantos otros levantando la copa hace ya tantos años.
De hecho compartimos un momento con los entrenadores de los pequeños ponjitas que correteaban por ahí, charlando de fútbol, de los jugadores de Uruguay y de aquella última intercontinental. Nos sorprendió cuando ayer, en el segundo intento fallido para entrar al Gimnasio Olímpico de Tokyo un ponja que hablaba español nos dijo que un par de días atrás habían estado dos uruguayos hinchas de Nacional en el Estadio con sus compañeros, a lo cual con una gran sonrisa de quien cree ser famoso respondimos que se trataba de nosotros, y nos despedimos con reverencias varias de ambas partes para pasar por al lado de los cuervos mascotas de peluche gigante que estaban con las camisetas de Japón. Es que en nuestro segundo intento fallido de entrar al gimnasio, había un partido de Footsal de Japón Vs República Checa. Algo que habría que investigar al margen de todo este relato, es el porqué de las ganas que le dan a uno de golpear a las mascotas gigantes con sus rostros sonrientes, es como que toda esa masa de polifón y material blando invita a ser golpeada una y otra vez con el puño hasta el cansancio. Obviamente no lo hicimos porque estaríamos tras las rejas en este momento.
Nuestro intento de ida al monte Fuji no fue igual de exitosa que la excursión anterior, ya que luego de varios enganches de la línea JR (saludos para Juan Ramón) llegamos a Otsuki para hacer el último enganche cuando nos enteramos que el tren que salía hacia Fuji no pertenecía a la misma línea, por lo que nuestro pasaje de solo ida costaba unos 1400 yenes, el equivalente a unos $450 uruguayos, los cuales no teníamos en ese momento. Es que como les conté en la crónica anterior, en Japón el viático nos quedó cortísimo, de hecho tuvimos que poner al rededor de 80 o 100 dólares de nuestros bolsillos para mantener un ritmo de vida relativamente normal, sin grandes lujos, manteniendo la dieta antes mencionada, sin frutas, sin alcohol prácticamente, sin salida de boliches, etc. La cuestión es que nuestra ida a Fuji se vio frustrada en el pueblito de Otsuki, hermoso dicho sea de paso al igual que el trayecto en metro que hicimos para llegar, en el medio de las verdes y rocosas montañas de Japón, donde en cada rincón relativamente horizontal se aglomeran las mínimas casas de hogar rodeadas de plantaciones de arroz, algunas de ellas atravesadas por cascadas naturales producto del deshielo de la primavera, una zona indescriptible y hermosa donde el factor común es la paz y el contacto directo con la naturaleza, en una cultura que venera la tranquilidad, la armonía y el equilibrio. De ahí, el salto conceptual es enorme cuando se pasa a las zonas céntricas de Tokyo, donde como dije antes uno se siente en una ciudad del mundo, aunque siempre con un toque japonés inigualable. Presenciar los múltiples cruces con cebras gigantes de la Shibuya Station la cual, seguramente alguna vez vieron, en alguna foto o video, es algo que no se puede explicar con palabras. Se trata de varios cruces de anchas avenidas, concurridas en extremo donde el atractivo es ver y participar de la masa de humanos que cruza todos los cruces juntos a la vez mientras los autos esperan su turno. Es una experiencia recomendable aunque un poco tortuosa ya que en ningún otro lugar se ven tantas japonesas divinas juntas, es como que hay una por cada metro cuadrado, es increíble! Igual de increíble es el trato que hemos tenido con ellas, a quienes no perdemos oportunidad de preguntar algo en algún metro o en alguna calle, a pesar de que después de algunos días ya conocemos las líneas mejor que las de los ómnibus de Montevideo, en un lugar donde es prácticamente imposible perderse por la eficacia de los sistemas viarios y la precisa señalización existente, además de la extrema amabilidad de los japoneses la cual no me canso de destacar. Teniendo en cuenta que no hemos tenido mucha noche en Japón luego de la experiencia de Roppongi, el contacto más cercano que hemos tenido con las niponas ha sido ese. Con varias de ellas coincidimos en el mismo tren lo cual llevó inevitablemente a un interrogatorio múltiple con muchas sonrisas y gestos de cortesía de por medio, mientras entre dientes el comentario siempre era el mismo: "que divina que está... me llevaría una a casa de souvenir".
Y así se termina nuestra estadía en esta tierra que tanto nos cautivó, y hablo en plural porque no fue solo a mí que me dejó embobecido. Hay algo que ya es común a esta altura. Por cómo somos los humanos, cuando llegamos a un lugar nuevo buscamos marcar nuestro territorio, apropiarnos de él, aunque se trate de un rincón de una habitación y nos acostumbramos a él. Inmediatamente hacemos un reconocimiento de campo, lo estudiamos y empezamos a habituarnos a la cultura, al paisaje, a la gente, a todo. Haciendo este viaje estas capacidades se ven aún más estimuladas y los tiempos de adaptación son mucho menores que una persona normal. Es así que después de unos días uno siente la ciudad como propia y se desenvuelve con naturalidad. Y es así que en la última noche le viene cierto tipo de nostalgia por abandonar eso de lo que ya se apropió, pero también aparece el entusiasmo y las ganas de repetir el proceso de nuevo en ese nuevo lugar por venir. Eso nos pasa en este momento, mientras volamos en el vuelo de JAL hacia Beijin. Pero me atrevo a decir que por primera vez desde que salimos de Montevideo me cuesta tanto dejar el último lugar. Me atrevo a decir que Japón es un lugar al que me vendría a vivir, al menos por algunos años para probar, especialmente Osaka o Kyoto más que Tokio.
Beijin nos espera, mientras nos despedimos de un pueblo que tan bien nos recibió. Y nos vamos, con un montón de anécdotas y un pequeño apretón en el pecho, dejando la ciudad donde pasé mi cumpleaños y donde viví una experiencia inolvidable mano a mano prácticamente con el Rolo. Y me voy con la misma conclusión del principio, si hay un destino que no cambiaría en este viaje, ese, es Japón, la tierra del Tigre y el Dragón.
Hasta la próxima.
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