En todos hay un escritor. Por más escondido que este se encuentre. Algunas veces se manifiesta y quiere ser la voz de muchas voces y la de uno mismo. Ser testigo y narrador de nuestra historia, amigo y enemigo de nuestros miedos y alegrías, tratar a la realidad como una igual, subyugar lo indomable y liberar lo oprimido. Combatir la intolerancia en una guerra sin cuartel a palabra suelta. Desafiar a nuestra propia inteligencia y re-definir las reglas en las cuales se basa nuestra ya tan reestructurada sociedad. Pero lo más importante sea, tal vez, la indescriptible sensación que nos produce, el dibujar con nuestras palabras en la imaginación de otros.

Bienvenidos.

C.A.

viernes, 22 de agosto de 2014

LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL

Supongo que toda persona quisiera en algún momento dejar un legado, una herencia mística que perdure en algún lugar de este mundo cuando su cuerpo ya no esté. Quizás no todos tengan esa necesidad a flor de piel, posiblemente algunos la exhiban más mientras que otros la tengan muy escondida, hundida en lo más profundo de su ser, en un lugar tan lejano y obscuro que ni ellos mismos se atreverían a explorar; pero muy probablemente aquél que decide concebir un hijo o simplemente dedicarse a algún tipo de actividad que implique la transferencia de conocimiento e ideas, como puede ser un docente, un artista o escritor tiene un cierto grado mayor de necesidad de dejar dicho legado.

Innumerables pueden ser los casos de alguna figura de renombre que haya roto corazones y desilusionado a alguno de sus admiradores durante su vida, destrozando así todo un mundo de idealismos que se crea un admirador o consumidor en su imaginario cuando accede al producto exhibido por la celebridad en cuestión, sin entender que el autor no es el producto consumido que tantos nos hizo admirarlo. ¿Pero qué pasa cuando el legado del admirado va más allá del simple cholulismo típico de un admirador X? ¿Qué pasa cuando una simple obra de la figura admirada cava muy hondo en tus entrañas y te cambia tus gustos, hace que tus futuras decisiones se vean influenciadas y puedas quizás descubrir mundos e ideas que de otro modo no hubieses conocido? Y si es así, ¿qué tan agradecido podrías estar con otra persona, que lejos de ser una celebridad tuvo el simple gesto de presentarte al personaje en cuestión, su obra, su filosofía, sus frutos?

Si vamos a nuestra fuente genérica de consulta, Wikipedia, el señor que hoy estaría cumpliendo sus noventa y cuatro años de edad, no hizo gran cosa: Ray Douglas Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920 - Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012) fue un escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953).

Permítanme decirles humildemente que si ustedes conocen al Sr Ray Bradbury, están en el grupo de los afortunados. Pero permítanme también decirles que si solamente conocen las dos obras mencionadas por Wikipedia, entonces ustedes están en el grupo de los desgraciados, pues desconocen obras realmente magistrales de un autor que con su punto de vista demostró ser un adelantado a su época, un visionario que con una enorme sensibilidad pudo pasar a través de la tinta y el papel, a través del poder de las letras y las palabras a describir y predecir de manera muy precisa muchos de los comportamientos de nuestra sociedad contemporánea. Se pierden escritos que siendo futuristas en su época, lejos de describir un mundo de autos voladores y robots malignos describen grandes facetas de la decadencia humana de las sociedades de consumo en su más franco encuentro consigo mismos, como humanos, mientras que en otras ocasiones, a través de sus inigualables metáforas logra hacer de una sencilla historia un viaje espectacular que dispara la imaginación guiada por sus inmejorables líneas de texto, de simple texto que hacen vibrar y sentir al ser más frígido.

Conocí a Bradbury hace unos diez y siete años. Lo conocí una tarde donde muchos de mis somnolientos compañeros de clase contaban los segundos y los minutos para que sonara el timbre y poder rajarse de aquella clase, y sin embargo yo, yo estaba encantado, pues en ese momento la clase la daba Mabel Camponovo.

Recuerdo que en los últimos quince o diez minutos de muchas de sus clases, Mabel nos leía algún que otro cuento, muchos de los cuales eran sobre las aventuras y peripecias de un pibe, pero por más que hago el esfuerzo no puedo acordarme de su nombre, ni del escritor. Pero esa tarde en particular, mientras el sol entraba a piacere por las grandes ventanas de aquella aula en la Scuola Italiana di Montevideo, bañando unas cuantas mesas, sillas y alumnos, esa tarde el cuento a leer no era de aquel pibe.

Mabel no me quería como me quería solo porque yo era bueno en idioma español. Lo que ella estimaba era que además de prestar atención en sus clases y siempre estar dispuesto a levantar la mano para contestar sus preguntas (no por alcahuete sino porque realmente me gustaban sus clases y lo que enseñaba), yo me comportaba como no lo hacían la mayoría de mis compañeros, y las consideraciones y atenciones que tenía yo hacia ella y sus clases eran diferentes, con una honestidad y amabilidad extrañas de encontrar en un curso liceal. Claro que yo no era el único, pero sí era uno de los pocos que así lo hacíamos. Lo cierto es que el aprecio era mutuo, pues si bien he tenido grandes profesores a lo largo de mis estudios, ella está en la cima absoluta y un profundo sentimiento de agradecimiento y admiración me invade cada vez que me acuerdo de uno de sus chistes fuera de época, de alguna de sus enseñanzas o simplemente de su andar lento con su abrigo rojo y su maletín tipo porta folios en su mano derecha.
Esa tarde Mabel Camponovo no solo nos iba a leer un cuento, sino que además nos tenía preparada una sorpresa. Ella nos dio la espalda, abrió el pequeño libro que tenía en su mano izquierda, tomó un trozo de tiza con la mano derecha y comenzó a escribir en mayúscula y letra imprenta – cosa jamás vista – el siguiente texto en el pizarrón:

“SAFARI EN EL TIEMPO, S.A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ
USTED LO MATA”

Acto seguido se dio vuelta y nos miró con su sonrisa pícara, como tramando algo.  Una actitud infantil se entremezclaba con sus canas que eran la siembra de años de sabiduría. La mitad de la clase no le dio bola. Algunos bostezaban, otros se pegaban piñas en los brazos mientras que algunas chiquilinas se escribían cartitas, sumidas aún en lo que quedaba de su comportamiento escolar de años anteriores. Semejantes pelotudos éramos todos con nuestros trece años de edad, pero los comportamientos asemejaban los de un escolar de unos siete u ocho.

Mabel empezó a leer, primero la introducción, luego el cartel que había escrito minutos antes en el pizarrón para continuar con el resto del cuento. Ella leyó y yo comencé a imaginar a cada uno de los personajes, las discusiones, los paisajes, la mariposa, el dinosaurio, me compadecí del dinosaurio, me compadecí de la mariposa, vi la cara de cobarde del cliente, la época, todo, todos y cada uno de los detalles que nuestra profesora leía y que el gran genio había imaginado muchos años atrás. Entonces todo figuraba en mi mente como si estuviera frente a una pantalla de cine. De repente ella se detuvo, recorrió el salón con una mirada sigilosa hasta que por fin encontró en mí y algunos otros pocos lo que buscaba. Contenta con haber cautivado aunque sea a algunos de sus alumnos volvió a darnos la espalda, a tomar el libro con su mano izquierda y el mismo trozo de tiza con la derecha, pero antes de comenzar a escribir nos miró y nos dijo: “No se preocupen ustedes alumnos si ven algo extraño, ya van a entender por qué es.” Acto seguido volvió a escribir en letra mayúscula imprenta – cosa que jamás habíamos visto, pues ella fue quien nos hizo volver a escribir en manuscrita en pleno liceo – las siguientes líneas:

“SEFARI EN EL TIEMPO. S.A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTÉ NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYÍ
USTÉ LO MATA”

No terminó de escribir aquello y darse vuelta que ya uno de los despistados que andaba mirando por la ventana acotó: “Pero eso está mal escrito”, pero no pasó un segundo antes de que una de mis amigas Fagundez le aclarara que la profesora ya había aclarado aquello, ante lo cual el del comentario calló su frustrada acotación y volvió a mirar hacia fuera. Mientras tanto la profesora le devolvía una mirada de agradecimiento a su asistente de turno.

El cuento terminó y yo no pude esperar a llegar a casa para cambiarme e ir a alguna librería a buscar algo de quien sería mi gran inspiración y maestro, Ray Bradbury.

Los años pasaron, yo me fui de la Scuola, pero volví cada tanto a dar una vuelta, recordar viejos tiempos con una nostalgia exquisita y aprovechar para saludar a ex docentes, adscriptos, directores y personal de limpieza. Al fin y al cabo aquella gente me había visto crecer y durante un buen tiempo de mi vida había pasado más horas conmigo que mi propia familia. Fue en una de esas visitas que Silvia – mi ex adscripta – me comentó que tenía algo para darme y lo que me dio me dejó estupefacto. Se trataba de una foto que algunos años antes Jorge, Federico, La Pocha y yo nos habíamos sacado con Mabel Camponovo en una fiesta de la Scuola. A aquella fiesta de graduación, nosotros habíamos acudido porque formamos parte temporal del coro bajo la condición de recuperar dos puntos en las notas de Música. Nuestra docente de música por aquellos años era Teresinha, quien nos había bajado las notas a 5 por alguna cagada que nos habíamos mandado en clase, por lo que el precio a pagar para recuperar aquella baja era ser parte de su coro carente de voces masculinas en aquella fiesta. Lo cierto es que la foto la tomamos en aquella ocasión y años después yo la venía a tener en mi poder. Le pedí los datos de Mabel a Silvia quien me los consiguió junto con Gabriela Nery, luego fui a buscar a Federico, Jorge y La Pocha para que firmaran aquella foto y finalmente me comuniqué con Mabel por teléfono. Debo admitir que llamé con cierto miedo, pues ya cuando había sido nuestra docente, nos daba la impresión de que estaba muy anciana y no muy bien de salud, pero vaya uno a saber si eso era verdad, era la percepción de unos pendejos de trece años para quienes alguien de treinta es un “veterano”. El tema es que a mí me daba cierto miedo llamarla por las dudas de que alguien me dijera que Mabel se había muerto, cosa que por suerte no ocurrió. Quedé con ella en llevarle la foto, me dijo que vivía por el Prado si no recuerdo mal y yo me quedé con eso. Pero la vida no siempre es tan estructurada como uno pretende que sea, y por una razón u otra pasaron los días, las semanas, los meses e incluso los años y yo nunca le llevé la foto a Mabel.

Muchos años después, mientras estudiábamos en la casa de un amigo de facultad, yo no pude evitar maravillarme con la enorme biblioteca del padre del mismo, por lo que me puse a recorrer los distintos géneros que componían aquella maravilla de más de mil volúmenes. Lomos viejos, nuevos, muy viejos, amarillentos, había de todo, pero de repente mis ojos fueron a parar a un nombre conocido. Incliné mi cabeza hacia la izquierda para leer lo que decía un libro muy viejo, de lomo añejo. El lomo decía: “Ray Bradbury – LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL”. Casi me da algo. Casi unos once años después de aquella tarde donde Mabel nos había leído aquél cuento yo me encontraba por fin ante el libro del maestro. Durante años lo busqué, pero no tuve suerte. Siempre que iba a una librería y preguntaba por Bradbury el vendedor de turno me respondía con lo mismo: “Crónicas marcianas, el hombre ilustrado, mmm… a veeeer… Fahrenheit… no, no, ese está agotado, Las Doradas Manzanas no lo tengo”.
Apareció el padre de mi amigo y aparentemente vio mi cara de asombro y admiración mientras inspeccionaba el libro y se dio cuenta de lo enfermo que estaba cuando me descubrió metiendo la cara entre las hojas y oliendo como si estuviera en un campo de lavanda. Cuando le pregunté si me lo podía prestar, sonrió, tomó el libro, tachó su propio nombre que aparecía en la primera hoja y me lo dio. Me dijo que me lo regalaba, que era uno de sus favoritos y que lo había leído al menos diez veces, que ya era hora de que otro lo tuviera. Si no me puse a llorar en el momento fue simplemente porque no podía perder tiempo en eso y me las tomé de la casa antes de que el tipo se arrepintiera, pero recuerdo claramente cuando llegué a mi casa con una sonrisa triunfal y me eché en la cama para leer el primer cuento. Sentí la tentación, la enorme tentación de ir al índice y buscar aquél cuento, aquél que me había hecho conocer a Bradbury, aquél que nos había leído Mabel en una tarde de clase, pero me contuve. De hecho ni siquiera miré el índice, sino que abrí el libro y empecé a leer. La sirena, el peatón, la bruja de Abril, la fruta en el fondo del tazón, el niño invisible, la máquina voladora, el asesino, la dorada cometa-el plateado viento, nunca más la veo, bordado, el gran juego blanco y negro, el ruido de…. ¿Eh? Pará… Pará… Estaba tirado en mi cama cuando terminé de leer “el gran juego blanco y negro”. Habían pasado algunos días desde que había adquirido el libro. Iba por el próximo cuento en una fría noche de invierno cuando de repente caí en la cuenta de que había llegado el momento. ¡El Ruido de un trueno! Había llegado a aquél cuento. Fue inevitable acordarme de Mabel, de sus clases, de sus risas, sus chistes, sus “tiene un diez alumno” o “tiene un cinco alumno”, de su cara de horror aquél primer día de clase cuando al entrar al salón vio como ninguno de sus insolentes alumnos se ponía de pie, exigiéndonos que al entrar ella nos levantáramos y le dijéramos al unísono “buenos días profesora”, para poder sentarnos luego de que ella nos devolviera el saludo. Me acordé de todo aquello y con una gran emoción volví a abrir el libro y me puse a leer. Volví a tener trece años, volví a viajar al Safari, volví  a ser muy feliz en mi nostalgia y extrañé enormemente las clases de Mabel.

Hace algunas noches, o sea diez años luego de aquél día donde conseguí el libro, y diez y siete años después de haber conocido a Bradbury, tuve un sueño del cual me desperté emocionado y feliz. En él aparecía Mabel Camponovo, siempre son su tapado rojo. También estaban Sebastián Fernández, Martín Borrás, Federico Pérez, Jorge Callero, La Pocha, la QK, Virginia Pivel, Luisa Inverso, Marcelo Martínez, Robert Orguet y Claudia Gómez entre otros. Todos estábamos de pie en una suerte de anfiteatro, aplaudiendo a más no poder a Mabel quien recibía un premio en el escenario. El lugar se parecía al teatro Solís, pero en mi sueño yo sabía que era el aula magna de la Scuola donde tantas veces canté el himno, donde actué en las fiestas de fin de año, donde en los primeros años de haber arribado a Uruguay cantaba el Himno a mi bandera de oído y gritaba feliz “nada igual a sulicín sulucín” o donde no pude entrar otras veces por no tener la “insignia”. El premio que recibía ella era un equivalente al Nobel, en la docencia. Yo sé que estábamos todos con ella, aplaudiendo, orgullosos y que ella sonreía. Cuando desperté me sentía bien, pero me pregunté, ¿qué será de la profesora?

Algunas horas más tarde, limpiando el cuarto y reordenando papeles y libros saqué un montón de fotos, las puse sobre la mesa y seguí con lo mío. De repente sentí a mi madre que le comentaba a mi hermana: “esta foto se la sacaron en la scuola, con una profesora de aquellos años. Ese es Federico, ese es Jorge el hijo de René y el otro es un amigo de Alí también”. No lo podía creer, era demasiada casualidad. Fui a ver la foto, ahí estaba, aún con las firmas nuestras atrás, aún en mi poder.

Hace muy pocos días aprovechamos el inusual sol de ese cálido día de invierno para tirarnos afuera con mi novia y leer algunas de las hojas de aquél mismo libro, del gran libro, de EL libro, Las Doradas Manzanas del Sol, mientras yo seguía preguntándome, ¿qué será de Mabel Camponovo? ¿Qué será de la persona que me hizo conocer a uno de los más grandes escritores de todas las épocas? ¿Qué será del maestro, de Bradbury? ¿Estará su alma en paz, o lo seguirán acusando de ser un “comunista que se comía a sus propios hijos”, como lo acusaban por el simple hecho de ver una verdad diferente a la del consumismo imperialista del país donde vivía? Encontré la mejor manera de averiguarlo, simplemente abriendo sus libros, leyendo sus cuentos, adentrándome en las historias donde el alquitrán simboliza las consecuencias de la contaminación tecnológica, donde historias simples se convierten en secuencias mágicas fuera de serie, donde desde el gran astro algunos individuos sacan doradas manzanas del sol.