
El grupo de viajeros va mutando, y el viaje en sí te lleva a deslizarte entre la gente y a estar con diferentes personas, a veces eligiendo, otras veces por azar. En mi caso como bien saben, fui el único del grupete de Estados Unidos que vino a Japón, aunque debo decir que vine bien acompañado del Rolo y Santi. En estos últimos días, el grupete se ha extendido y somos nueve varones, algo que extrañaba un poco, no desde el punto de vista que los pueda llevar a ustedes a la confusión, sino que como bien se sabe el trato entre los hombres es bien diferente que con las mujeres. Hechas estas pedorras reflexiones, les cuento que Japón ha sido el destino que hasta aquí más me ha maravillado.
Actualmente estamos hospedados en Osaka, en el hotel cápsula como les comenté antes, pero básicamente se trata de una simple sede logística, ya que la utilizamos como base para salir hacia otras ciudades utilizando el maravilloso medio de transporte japonés, como lo es el tren en sus diferentes versiones.
Todo comenzó hace un par de días, cuando salimos junto a la manada a eso de las 8:30hs, para ir hacia la isla Awaji, donde veríamos dos obras de quien en estos días ha sido nuestro arquitecto de referencia, Tadao Ando, logrando una sobredosis parecida a la que tuvimos de Mies Van Der Rohe en Chicago. El plan era hacer la combinación de trenes de siempre, desde acá hasta Imamiya, para enganchar el Loop line para ir a parar luego a la estación de Osaka para tomarnos el tren del tramo largo hacia algún destino. En este caso, debíamos supuestamente tomarnos un ómnibus luego del tren para enganchar posteriormente un ferry que nos dejara en la isla Awaji, y de ahí serían unos veinticinco minutos caminando hasta el Templo del Agua, lo único que nos faltaba era un viaje en camello. De esta manera arrancamos el tour, varias decenas de uruguayos, pasando de estación en estación y de tren en tren. Si hay un lugar donde se nota nuestra presencia es aquí. Por lo visto, Osaka no es una ciudad muy visitada por los occidentales, ya que los rostros extranjeros que vemos son los nuestros y no he podido encontrar una sola pieza de merchandising con el nombre de la ciudad. La realidad es que nos encontramos en una cultura sumamente respetuosa, donde siempre prevalecen los derechos del tercero sobre los de uno mismo, y así, en un efecto en cadena, la sociedad funciona de una manera maravillosa, ya que a diferencia de lo que sucede en la nuestra, todos tiran para el mismo lado, en vez de tirar arena para su propio costal. Los veo y pienso, qué lejos que estamos de lograr algo parecido. Entre los tantos códigos que manejan los japoneses, está la constante serenidad y calma que reina en todos los ámbitos, incluso en aquellos congestionados como lo puede ser una estación de trenes. El volumen en el que se habla es bajo, de modo tal que aunque todos estén hablando, no hay más que un insignificante murmullo. La cortesía es moneda corriente y una sonrisa está siempre antes de un ceño fruncido. En ese ambiente, donde la paz reina y todo funciona armoniosamente, cae la horda de uruguayos, gritones, excitados, agresivos, intentando coordinar las movidas grupales, tomando mate, riendo a carcajadas, colándose. Nos miro y nos veo tan agresivos y ofensivos que a veces me da un poco de vergüenza ajena, no por lo que somos ya que no hay nadie más orgulloso que yo del paisito, pero sí en la falta de consideración que tenemos y en cómo nos cagamos en todo y en todos. Así, contrastando contra todos y contra todo, nosotros copamos los trenes que funcionan con una puntualidad japonesa más que inglesa. Así invadimos sus espacios mientras recuerdo una película llamada "Las invasiones bárbaras".

- Esta es capaz de haber ido a imprimir mapas y cosas para traernos - fue mi reflexión.

Nos bajamos del ferry y nos encontramos en un paisaje pintoresco, pero al preguntar por el templo Hompuku-Ji, nos volvimos a desalentar, porque los supuestos veinticinco minutos caminando de la guía, eran más de sesenta según los lugareños. Los ánimos no eran los mejores, pues habíamos salido a las 9:00hs del hotel, habíamos gastado hasta el momento casi unos 600 yenes en transporte y eran como las 14:00hs y seguíamos dando vueltas. Nos pusimos a caminar, medio perdidos y conseguimos unos mapitas esquemáticos. Fue al llegar a la costa que cometimos un nuevo error: no confiar en nuestro instinto. Mientras todos subían por una de las calles hacia el interior de la isla, el Rolo y yo estábamos convencidos de que según el mapa, para llegar al templo había que seguir por la costa. Levantamos la mano, chiflamos y gritamos, indicando el camino que para nosotros era el correcto, pero Salvador y compañía ya se habían ido y el resto nos miraban con cara de "y yo que sé, yo los estoy siguiendo a ellos". Lo mismo hicimos nosotros, y seguimos a la manada como buenos corderitos. El paseo se puso lindo, caminábamos en una zona totalmente opuesta al cosmopolitismo de Tokyo o Nueva York, en calles angostas y empinadas, con típicas casitas japonesas, con sus jardincitos y sus mini plantaciones de arroz en los lotes vacíos. Cuando nos quisimos dar cuenta, habíamos perdido a la manada y quedábamos algunos rezagados, aquellos colgados que nos pusimos a pasear en vez de buscar la meta, sacando fotos, saludando a los lugareños. Subimos una hora más, y ya arriba, muertos de sed, de hambre y de calor, nos encontramos el Rolo, Javier (un desconocido hasta el momento) y yo. Decidimos preguntar y obviamente la respuesta fue la peor que nos pudieron haber dado.
- Komichiguá. A question - Fueron nuestras palabras. Acto seguido indicamos con el índice el nombre del Templo del Agua de Tadao Ando: Hompuku-Ji, ya que el amigo no entendía nuestra pronunciación.
- Oh, oh, Hompuku-Ji....Hooompuku-Ji.
- Yes, Hompuku-Ji... walking (haciendo señas con los dedos de la mano, como un hombre caminando). Walking. How much time? (señalando el reloj)
- Walking? Huoooooooooooooo!!! Huoooooooooooo! (Con cara de pánico).
- La puta madre, está en la loma del orto - le dije al Rolo.
Y así fue, el ponja nos confirmó que teníamos que bajar todo lo que habíamos subido siguiendo a la manada, para agarrar aquel camino que creíamos correcto desde un principio.
- Arigató Kozaimas - Fueron nuestras palabras y empezamos a bajar.
Caminamos, dijimos muchas pavadas, nos reímos, caminamos, caminamos... y así pasaron las horas, hasta que paramos a preguntarle a unas viejitas:
Rolo: Komichiguá. Jompucuyí? Jompucuyí? - Pero las viejas no entendían, a lo que procedimos a señalar la guía de papel con el nombre.
vieja ponja: Ooohhh, Hompuku-Ji, Hooooompuku-Ji... huoooooooooooooo! - Y de nuevo la misma cara, la reputa madre que lo parió.
Mientras las viejas se cagaban de risa, agradecimos y muertos de cansancio seguimos caminando. Posteriormente pasamos por una estación de bomberos, donde el bombero nos indicó en el mapa lo lejos que estábamos, y nosotros, cansados de hacer dedo y de ver como los ponjas nos sonreían y saludaban con la mano, nos preguntábamos si alguna vez habían visto una película de Hollywood y nos levantarían. Así fue como intentamos sobornar al bombero para que nos llevara, ofreciéndole plata a lo que él muy amablemente y haciendo reverencias nos dijo que no, porque se tenía que quedar, o al menos eso fue lo que entendimos ya que los gestos fueron el "te hiede la catinga" y el dedo índice señalando hacia abajo como diciendo "acá".
Fueron unos metros más adelante, cuando nos decidimos a esperar un bondi que nos alcanzaron Salvador y el resto de la manada, con caras de cansados, preguntándonos porqué nos deteníamos, ya que ellos tenían "un mapa preciso" según el cual el templo estaba a quince minutos. Ellos siguieron, y nosotros arrancamos después de parar para comer unas porquerías, comprar más agua y refrescarnos. El templo cerraba a las 17:00hs y eran las 16:00hs. Nosotros tres seguíamos caminando, pero veíamos como luego de casi ocho horas aún no llegábamos y que probablemente lo haríamos cuando el templo estuviera cerrado.
- Vamos a trotar - dijo el Rolo. Y así lo hicimos. Con mochilas cargadas, una riñonera llena de monedas que se balanceaba para todos lados, el mismo pie rengo de siempre y una hamburguesa en la garganta, corrimos y corrimos, por una isla de Japón, con su lindo paisaje y sus veredas con señalización para no videntes en todos lados. Fue después de un rato que largué la carcajada, cuando empezamos a caminar para recuperar aire. Empapados en sudor, agitados y rojos, sucedió algo que es bastante común a esta altura del viaje y que hace referencia a las primeras palabras con las que empecé este relato.
Rolo: Che, disculpa, como es tu nombre?
Javier: Javier.
Rolo: Ah, mucho gusto. Yo soy Rodrigo.
Acto seguido ambos se estrecharon la mano y seguimos corriendo hasta que encontramos un nuevo veterano con quien se produjo el mismo diálogo de siempre:
- Komichuguá. Jonkupuyi?
- Oh, Honkupu-Ji... walking? Huoooooooooooooooooooo!
Finalmente llegamos al templo, cuando todos estaban de vuelta, pero nosotros estábamos contentos porque teníamos la pansa llena! El templo estuvo bueno, ya que increíblemente estaba la horda de yourguas en silencio y en armonía con el lugar, aunque ni en pedo valía la pena hacer toda aquella vuelta para ir a verlo, pero fue un caso donde para nosotros valió más la pena el camino más que el destino, pues nos hicimos amigos de Javier y sumamos una anécdota más a nuestras bitácoras de viaje que a esta altura, luego de tan solo cincuenta y pico de días, tienen más historias que Marco Polo o el diario íntimo de Genghis Khan.
Ese, fue uno de los días. No el más fructífero quizás, pero uno de aquellos iníciales. Un día antes, nos fuimos con el Rolo a Kyoto, y visitamos el Kinkakuji (Golden Pavilion) y el Templo Ryoanji (Jardín de las 15 rocas), en un primer día de experiencia de viaje con el Rolo, donde nos dejamos llevar por las fuerzas del lugar, en una descripción que seguramente para el lector sería indicios de adicción a las drogas. Lo cierto es que la magia del lugar, la diferencia de paisajes, de costumbres, de tradiciones y de estilos de vida, nos impactó mucho. Un poco alejados de la movida del grupo grande de uruguayos, nos dispusimos a pasear, a caminar, a disfrutar, a reflexionar, a compartir historias y a hablar del Tigre y el Dragón, de los emperadores, a lavarnos la cara con los cursos de agua naturales y nos dimos cuenta de lo afortunados que somos. Me di cuenta, que por primera vez en lo que va del viaje, encontré un lugar a donde me vendría a vivir. Japón nos ha cautivado mis amigos, de una manera que no pretendo transmitirles con estos escritos. Ahora entiendo a varios de ustedes, fascinados con esta cultura a quienes yo llamaba alcahuetes, como seguramente otros de ustedes me estén llamando en este momento.

Llevamos una semana acá y no dejo de sorprenderme. Me sorprende que todo sea tan eficaz. Que el metro sea todo lo contrario al de México donde casi pierdo una pierna y acá no sale hasta que yo no suba. Me sorprendo de que las calles sean tan limpias que es imposible encontrar hasta una colilla de cigarrillo. Que haya todo un trabajo de señalización en las veredas para los ciegos, con el cambio de pavimento en toooodas las veredas, y que no haya derroche en los materiales de construcción de las mismas. Me maravillo cuando veo que estos niños viven felices y no paran de saludarnos cuando nos ven en la calle y me sorprendo al ver la obsesión de sus adultos con el sexo, en las porno y en su versión más bizarra: los dibujitos manga pornográficos, donde la mujer dibujito es siempre sometida, con lagrimas en los ojos, sufriendo mientras el macho poderoso goza, y me llama la atención su zona roja y su estilo de prostitución. No me gusta que no haya sol, ya que estamos en temporada de lluvia, aunque hasta ahora apenas nos ha agarrado. Pero esto recién va por la mitad. Nos queda una semana en la otra cara de Japón, una semana en Tokyo donde me deslumbraré con las maravillas arquitectónicas y donde dejaré de tener 26 para pasar a tener 27…
Hasta la próxima.
Ali
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