En todos hay un escritor. Por más escondido que este se encuentre. Algunas veces se manifiesta y quiere ser la voz de muchas voces y la de uno mismo. Ser testigo y narrador de nuestra historia, amigo y enemigo de nuestros miedos y alegrías, tratar a la realidad como una igual, subyugar lo indomable y liberar lo oprimido. Combatir la intolerancia en una guerra sin cuartel a palabra suelta. Desafiar a nuestra propia inteligencia y re-definir las reglas en las cuales se basa nuestra ya tan reestructurada sociedad. Pero lo más importante sea, tal vez, la indescriptible sensación que nos produce, el dibujar con nuestras palabras en la imaginación de otros.

Bienvenidos.

C.A.

lunes, 3 de octubre de 2011

Una historia para contar


Si yo fuese un tipo inteligente, hubiese esperado hasta ahora para escribir aquella crónica titulada “Las Ciudades subterráneas”. No recuerdo exactamente en qué momento tomé la decisión de querer ir a Rusia, pero estoy seguro de que fue mucho antes de saber que existía algo llamado Viaje de Arquitectura. El origen de ese deseo se remonta a los años de mi niñez. Lo que sí recuerdo claramente es que cuando escuché la primera charla que dio Marcel Blanchard sobre Rusia quedé impactado por la capacidad del tipo de transmitir una cantidad excesivamente increíble de información en un ajustado lapso de tiempo. Marcel es quien arma la excursión a Rusia para arquitectura y economía año tras año y que supo hacer el viaje de arquitectura en su momento como estudiante. Sin dudas es muy distinto ir a Rusia con él o sin él, pues como hablábamos con el Negro, escuchándolo uno que alguna vez algún libro ha leído y que bien o mal sabe más o menos donde está parado se siente como un ignorante absoluto, un pitufo analfabeto que no sabe nada de nada.

Llegamos a Rusia en un episodio lamentable. Me siento con la responsabilidad de comentarles lo siguiente ya que hasta ahora siempre he compartido lo bueno y lo malo de este viaje, pues me siento en la obligación moral de hacerlo, siempre desde mi punto de vista lo cual a pesar de intentar ser objetivo cuenta siempre con la subjetividad propia del ser humano claro está.

Año tras año cientos de estudiantes de arquitectura realizan el sueño de cualquier persona, viviendo en carne propia una experiencia que no admite adjetivos, pues espectacular, maravilloso, increíble no llegan a describir ni una centésima parte de lo que en realidad describiría este viaje. Como sucede siempre, en un grupo tan grande hay todo tipo de personas y todo tipo de comportamientos, y siempre están aquellos que se creen más vivos que los de más y que no tienen ningún tipo de consideración hacia nada ni nadie, o aquellos que simplemente les importa muy poco el impacto que puedan generar sus acciones hacia otros grupos humanos por fuera de su generación de viaje, esos que el Toto llamaría Los Inadaptados de siempre. Debo confesar que muchos de estos personajes son amigos míos, conocidos cercanos o simplemente compañeros, pero no puedo dejar de repudiar sus actitudes, absolutamente egoístas y desconsideradas hacia los demás compañeros y sobre todo hacia aquellos que viajarán en los siguientes años. Estas actitudes no son propias solamente de nuestros grupos de viaje, sino que a mi entender describen nuestra idiosincrasia y nuestra manera de vivir a diario en nuestro bendito Uruguay, siempre intentando ventajear al otro, siempre en la chiquita, tan lejos de aquella sociedad japonesa que tanto me cautivó hace ya algunos meses donde cada quien funciona en beneficio del colectivo, logrando el bienestar individual a partir del bienestar grupal. Pues entiendo que si cada uno trabaja para el colectivo se logran resultados mucho más contundentes que intentando salvar cada uno su pellejo. De esta manera, en vez de estar uno trabajando para uno mismo, hay muchas personas trabajando para uno, pero claro, todo esto se entiende en un contexto donde haya una conciencia colectiva que nuestra sociedad no tiene.

Hoy en día, hay más campings en Europa que no admiten uruguayos que aquellos que sí lo hacen. Es vergonzoso llegar a un camping del primer mundo y que por el mero hecho de presentar un pasaporte que diga República Oriental del Uruguay la amable cara de la señora que te atiende se transforme en un ceño fruncido que no te permite el ingreso al lugar. Esto ha sido el resultado de años y años de pendejadas de adultos que se supone que tienen uso de la razón, pero que sin embargo han hecho cualquier tipo de idioteces y han roto cuanta regla se les ha presentado, robando en supermercados, yéndose sin pagar de los campings, armando fiestas cuando se sabe que en estos lugares la gente va a descansar y no a realizar eventos, y así un sinfín de actos más o menos serios, más o menos graves que han hecho quedar a nuestro paisito como el peor de todos.

La tarde antes de partir desde Helsinki hacia San Petersburgo Marcel nos explicó con precisión los detalles del cruce de fronteras, detallando los aspectos logísticos y los controles de la aduana rusa, pidiendo por favor que a nadie se le ocurriera cruzar ningún tipo de estupefacientes por el rigor ruso en cuanto a los controles.

Cuando quisimos acordar estábamos trancados en la aduana rusa con los ursos rusos bravísimos y sus perros enloquecidos ya que a uno de los chiquilines le habían encontrado un porrito olvidado en el ómnibus. Peor fue encontrar en la papelera de la aduana decenas de puntas dejadas por mis ilustres compañeros, todos aquellos que permanecen en el velo de la anonimidad legal pero que entre nosotros los conocemos. Varios faloperos de toda la vida, otros que se emocionaron cuando se comieron un pastelito en Ámsterdam y se pensaron que eran muy heavies creyendo que podrían más que los perros y los oficiales rusos y que se pegaron un cagazo de novela. Lo cierto es que cayeron dos de nuestros compañeros de viaje y estuvimos a punto de ser rebotados todos para atrás habiendo pagado la excursión más cara de todas. Y así, sumamos un granito más de arena al cúmulo de idioteces que año tras año cometemos los estudiantes que viajamos como si fuera el viaje a Bariloche, complicándole el viaje a aquellos que vienen y dejando una pésima imagen de nuestra facultad y nuestro país.

Llegar a San Petersburgo implicó hacer un giro de ciento ochenta grados en nuestras cabezas con respecto a las ciudades europeas que veníamos visitando. Lo mismo sucedió en Moscú, donde pasamos de ver aquellas estrechas calles de adoquines a enfrentarnos a la escala rusa, magnánima, gigante, amplia, rusa, bien rusa.

El urbanismo de ambas ciudades difiere mucho de cualquier otra, con anchas avenidas, anchas veredas en algunas de las cuales supimos estar los doscientos que viajamos juntos, todos reunidos escuchando a Marcel. Llegamos a un país tan diferente al nuestro y a todos aquellos que ya viajamos. Una nación que mira la guerra desde otro ángulo y que estuvo siempre activa en este campo en los últimos siglos. Una nación que supo frenar a Napoleón, a Hitler y que estuvo en un tire y afloje eterno con la potencia emergente de la Segunda Guerra Mundial: Los Estados Unidos de América. Entre las miles de frases que me vienen a la mente está una anécdota de un alemán que con una irónica sonrisa pensó en lo diferente que hubiese sido el desenlace de la segunda guerra mundial si Hitler hubiese mantenido la alianza inicial con los rusos. La guerra marca la vida de generaciones enteras, millones de almas que son parte de la vida diaria del país, presentes en sus decenas de monumentos, memoriales, plazas o simplemente en la mirada perdida de una madre, una esposa, un hijo o un hermano que recuerda orgulloso a su combatiente querido. El pueblo entero sufrió las consecuencias de años de guerra, aquellas sobre las cuales nosotros no tenemos ni idea y desconocemos por completo, a pesar de haber leído algún libro o visto alguna película. Ciudades como la de Leningrado (actual San Petersburgo) sufrieron sitios y bombardeos que van más allá de nuestra imaginación, causando canibalismo, miles de muertos por el hambre o el frío, viviendo meses en las condiciones más deplorables mientras un continente entero ardía en llamas y los países más poderosos perdían a sus mejores fuerzas, a sus jóvenes en batallas sin sentido, sin límite.

Me decías Emi que te parecía que de todos los países que visité hasta ahora, Rusia era la que te había cautivado más, pues déjame decirte que eso nos pasó a todos. Es difícil decir cuál es el que más me cautivó, pero lo que te puedo asegurar es que Rusia está en el podio. Caminar por las calles de San Petersburgo (ex Leningrado) o Moscú (la eterna capital de todas las Rusias) es respirar historia, es como subirse al Delorian y viajar con el Doc y Marti, es meterse en el túnel del tiempo e ir recorriendo eternas vitrinas que cuentan muchas historias dignas de ser contadas.

Sus monumentos son magníficos al igual que sus ciudades, de una escala tremendamente colosal. Esto se combina con la austeridad extrema de los mismos, sus estatuas, monumentos, plazas que combinan una plasticidad exquisita con sus colosales magnitudes y sus expresiones graves, fuertes, impactantes, rusas, bien rusas. Hay un detalle que no es menor, sus memoriales y sus recuerdos tallan en la ciudad una historia dura, cruel y sangrienta, pero siempre desde el punto de vista de quien ganó las batallas, con un aire de grandeza que se hace sentir en una ciudad que a uno lo hace sentirse chiquito, una ciudad que marca su presencia y te hace saber que venís de un pueblito de tres millones a enfrentarte con una fuerza invisible que te aprieta y te hace sentir sus historias.
 
Sin lugar a dudas el mayor monumento y el mejor museo de historia y arte que tienen los rusos es el Metro de Moscú, el cual escapa totalmente a su función y al concepto de lo que para cualquiera de nosotros sería un metro. Si yo… si yo hubiese sido lo suficientemente inteligente, habría escrito aquella crónica después de Moscú. No puedo permitirme aburrir al lector, si es que aún no lo he hecho, pero el metro de Moscú merecería un capítulo aparte. Se trata de una estructura colosal, para variar, una auténtica ciudad subterránea que funciona muy bien con la lógica de la ciudad superficial, que alberga a millones de personas por día con una frecuencia de servicios temible, pasando un tren de ocho o diez vagones cada minuto y medio aproximadamente en todas las direcciones. Allí se ven también muchas rusas, con sus impresionantes y deseables cuerpos, sus hermosos ojos, exquisitas sonrisas y una elegancia extrema que nos hicieron temblar las rodillas a todos. Para colmo te miran y te mantienen la mirada, muchas veces acompañadas de una sonrisa lo cual en la eterna escalera mecánica del metro de una profundidad casi absurda se vuelve mortal, pues es desesperante ver como una pequeña bestia de un metro noventa te mira y te sonríe mientras sube del lado opuesto cuando vos bajás teniendo en el medio una distancia de varios metros los cuales saltarías si no fuera a ser que perdés tu vida. La rusa… la rusa amigos míos te vuela la cabeza! Como diría el bambino…te maaaaatan!

No sé cómo terminé hablando de las rusas, pero lo cierto es que el metro es un lugar maravilloso, de un lujo increíble en cada una de sus estaciones. Lo curioso es que cada estación es distinta a las otras, cada una con su belleza, su elegancia, su particularidad. Algunas tienen enormes arcadas, otras un cielorraso con impresionantes luminarias, mosaicos que relatan la historia rusa, columnatas, esculturas de todo tipo, monumentos, memoriales, conmemorando a distintos héroes nacionales de todas las épocas. Cada tapa del sistema de ventilación del metro cuenta parte de la historia de la nación, un acontecimiento específico o simplemente tiene la oz y el martillo. Enormes estatuas de bronce muestran a guerreros, perros, futbolistas, heroínas y todo tipo de personajes que forjaron las raíces de la patria. Es que el ruso está muy orgulloso de ser ruso y lo demuestra. Hasta los cables que unen las luminarias están diseñados con una precisión increíble.

Lo curioso de sus ciudades es la superposición de las distintas épocas de su historia, la de los Zares y sus distintas dinastías, la era de Stalin y el terror, la era comunista, superponiéndose unas con otras, la soviética con la comunista y toda la carga bélica, la primera guerra, la segunda, las internas, con fuertes cargas ideológicas que los hacen únicos, rusos, bien rusos.

El ruso no se ríe, el ruso no llora, el ruso no se expresa. Su idioma es austero como ellos mismos, como sus monumentos, pues es un pueblo que tuvo que sobrevivir, que tiene que sobrevivir, al igual que sus edificios, exponiéndose a temperaturas que van desde menos cuarenta grados Celsius hasta más treinta o más cuarenta! El ruso te habla y pensás que te quiere pegar. Vas al supermercado y la cajera no te sonríe. Te dice algo, pensás que te está retando y ponés cara de pollito mojado, pero después te das cuenta que en realidad simplemente te está ofreciendo una bolsa de plástico.

El ruso toma vodka y se alimenta muy bien. Hemos sabido deleitarnos con el Borsh, una sopa de remolacha que dependiendo del lugar tiene sus variantes, pero que es siempre rica y nutritiva. La comida rápida del ruso es la Katroshka, una papa al plomo que se rellena con distintos ingredientes a elección que se exhiben en una vitrina tal cual las aceitunas, cebolla vieja, morrones y hongos que consumimos en el carrito del barrio en Montevideo a la salida del boliche a las cinco de la mañana. Esa papa es grandiosa y exquisita, con el jamón y queso que se derrite en el medio…

El ruso, el ruso vive en una mezcla de añoranza, una continua nostalgia del pasado, permanentemente mirando para atrás mientras camina hacia adelante. Añora una grandeza que alguna vez tuvo y la extraña, pero no quiere volver a vivirla, pues ha probado el dulce del occidente, ha sucumbido ante el espíritu del capitalismo y extraña su pasado, pero no puede frenar, quiere seguir. Rusia te cautiva y te invita a quedarte, no te querés ir, cada rincón, cada esquina, cada muro, cada edificio, cada una de las arrugas de sus veteranos tiene una historia para contar.


Ali.

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