En todos hay un escritor. Por más escondido que este se encuentre. Algunas veces se manifiesta y quiere ser la voz de muchas voces y la de uno mismo. Ser testigo y narrador de nuestra historia, amigo y enemigo de nuestros miedos y alegrías, tratar a la realidad como una igual, subyugar lo indomable y liberar lo oprimido. Combatir la intolerancia en una guerra sin cuartel a palabra suelta. Desafiar a nuestra propia inteligencia y re-definir las reglas en las cuales se basa nuestra ya tan reestructurada sociedad. Pero lo más importante sea, tal vez, la indescriptible sensación que nos produce, el dibujar con nuestras palabras en la imaginación de otros.

Bienvenidos.

C.A.

jueves, 6 de junio de 2019

Queco


¿Usted no es el de la televisión? ¡Es usted sí! El del programa ese que hablan de boludeces que nadie entiende. Bien tarde lo dan, en el canal del estado.
El otro, el supuesto identificado famoso del canal estatal, caminaba apurando el paso, como retrocediendo de la situación, pero moviéndose hacia adelante. El abrigo de cuero, un poco raído para lo que uno esperaría del atuendo de una luminaria, le enjutaba la cara dentro del cuello de piel de cordero, que llevaba levantado, al contrario que su propio pescuezo que buscaba retraerse dentro de la pelambrera blanca que forraban las solapas alzadas del gabán.
El paparazzi improvisado, por falta de educación o exceso de valor, no se percataba de que, al que se alejaba, no le había caído muy bien el ser reconocido y, continuaba su persecución, mientras apuraba algo de manduque.
Es que el queco era de mala muerte, de esos en que uno hace fila de espera. Con carritos de venta de torta fritas y alguna que otra minuta en la puerta. El gordo de las milangas, pregonaba su mercadería, a los gritos, escupiendo las palabras entre unos labios flácidos y exageradamente carnosos, en composé con una cara aburrida de ver putañeros y mala vida, riendo de las anécdotas repetidas, de conchas duras y pijas blandas.
- ¡A la milanga, a la milanga la que pone dura la guaranga!
- ¡Birra, bironga, la que para la poronga!
Los tipos y las yiras recuperaban energías en el carro del gordo, ya que el bar del lupanar era magro, en dimensiones y ofrecimientos. Todos se rebuscaban antes o después de ponerla, con una milanesa al pan, ablandada con cerveza casi a temperatura ambiente.
- ¿Viene a ver a una novia? Interrogaba ahora el inoportuno.
- ¿Por qué no me deja en paz?  El pedido fue terminante, imperativo, pero entre las palabras, se deslizaba una cadencia de exhortación, un reclamo que imploraba más de lo que imponía.
  Al curioso, esta petición le movió vaya a saber uno que engranaje en su cabeza, estas palabras le indicaron que no debería seguir con su increpación. Ya las voces de su hostigado no eran susurros casuales y abrían paso al razonamiento fácil, obvio, de que, en un quilombo, no es inteligente andar de pendenciero o nada que se le parezca.
El ambiente de la puerta volvió a su murmullo habitual, a los escupitajos de costado, a putas tristes y alegres, a chongos y enamorados.
Libre ahora de admiradores e interrogatorios, el hombre entró raudo al vestíbulo del burdel, pasó la vista por el sillón medio destartalado, coloreado de un verde que metódicamente se había empecinado en volverse gris; un par de caballetes aguantando 3 tablas cepilladas, donde dos botellas de whisky brasilero convertían, con mucha buena voluntad e imaginación, a todo el conjunto en un bar. Un par de taburetes chuecos de tanto aguantar torcidos sobre sus patas; y todo esto encerrado entre cuatro paredes de bloques grises a medio revocar. 
Miró su reloj y se sacó el borsalino, dejando su calvicie al aire, agregándose muchos años a su apariencia gracias a esta simple acción. El bigote grueso, conquistado por las canas, se fruncía, mientras sus ojos buscaban algo, alguien.
La luz, lo suficientemente tenue como para disimular imperfecciones, no ayudaba en este proceso de identificación al que se había encomendado.

 - Lindo, ¿A quién buscas? La madama le pregunta con esa ternura condimentada de burla, con las que las personas que la vida les ha mostrado como funciona la bisagra de los claro oscuros, hablan.
- A Celeste, o Yaro.
- ¿A las dos? ¿Mira?
-No son dos, se llama Celeste, pero acá le dicen Yaro.
- ¡Ah! Yaro es el nombre artístico.
- Algo así. Dijo el tipo con vergüenzas de tener vergüenzas.
- Yaro ahora está ocupada. Sentate y charlamos, te pones más flojito. Vení tómate una mientras la esperas. Tenes cara conocida, vos pasas seguido por acá. ¿No?
- No, no tomo yo, ya no, no tomo más.
- Yo, en cambio, no tomo menos…y con este frío, de alguna manera hay que calentarse ¿No?
La puerta de uno de los cuartos, se abrió, arrastrándose durante los primeros grados de su movimiento, tironeada, en dos tiempos por el milico de azul que salía, aun acomodándose la hebilla y el último botón del pantalón.
Sin mirar a nadie, apenas cruzó miradas con la madama, y le lanzó un saludo que más sonó a advertencia, que a cortesía: -Stella, nos estamos viendo.
- Buenas tardes, Méndez. Contestó esta, e inmediatamente agregó: - Qué pase bien… milico de mierda, gordo sucio, hijo de re mil putas. Absolviendo a las últimas palabras de su frase, para que hicieran lo que quisieran con su resonancia. 
– ¿Y vos a dónde vas, lindo? Yaro no está ahí, ¿Cambiaste de idea?  Ahí atiende Marta, y no creo que esté pronta, todavía.
El tipo se había levantado del taburete y enfilaba para el cuarto desde donde había salido el Gendarme.
- ¿Dónde está Yaro?
- Uh, estás enamorado, ¿eh? Dale unos minutitos, que no sos el único galán acá.
Volviendo a su silla, ahora miraba la única puerta del quilombo que estaba cerrada. El otro cuarto, el único otro habitáculo destinado al placer.
- ¡Che! ¡Qué fuerte que te pegó! ¿Con tanto amor, como es que no te he visto más seguido? Tu cara es conocida, pero si Yaro tuviera un noviecito tan empedernido, me acordaría seguro.
- Yo no soy su novio.
- Bueno “cliente” lo que quieras vos chiquito, mirá que andás con ganas de pelear.
La mujer mientras hablaba, cruzó miradas con un tipo grueso que parecía estar ensayando, hace años, un método para que su cara se pareciera lo más posible a un ojete.  La seña era solo un pestañeo, el amor hace cosas malas con los hombres, y ella tenía un lindo ramo de cicatrices, regaladas por esos príncipes azules que no se dan cuenta donde termina el cuento y donde empieza la puta y el tipo. El veterano estaba tranquilo, pero nunca se sabía, la mujer no había llegado a madama, por falta de experiencia, ni por falta de recaudos.
- La busco hace mucho, muchísimo, tengo que verla, llevo ya como tres años visitando casas de citas y tugurios, nunca es Yaro, es decir, es Yaro, pero no Celeste, mi Celeste. Hablaba para él, no reparaba en su interlocutor.
- ¿Tres años sin verse?
- Tal vez más, la última vez que la vi, fue desde arriba del 2, era ella, la reconocería siempre.
- El que va al San Bois? Mi hermana vive por ahí. Son una mierda esos trolebuses. Siempre, a la altura de la avenida comercio, los cables se salen y hay que esperar a que lo enganchen de nuevo.
- El 2 no es trolebús; usted se debe de confundir porque se sube por la parte de atrás.
- ¿Cómo que no? Es de los azules…
Los ojos del hombre se van a algún lugar, lejos. No parece importarle lo que la mujer dice. Escupe palabras como si estuviera hablando con todos y con nadie:
- Me puse a gritar para que pararan, pero el tipo no me abrió hasta la siguiente parada. Bajé y volví corriendo, no estaba…
- Opa, entonces se conocen desde hace un tiempo. ¿No me digas que te plantó? Somos malas las mujeres… a veces.
- Solo se fue, despareció, y con ella todo lo que llenaba cada espacio del día, y con esos días vacíos, semanas, meses, años, que quedaron sin sentido de nada. Todo quedó así, pegoteado en esa melaza de recuerdos que se convierten en puñales con su ausencia.
El breve silencio, vibrando entre reflexión y sorpresa, lo disipó la mujer, que fiel a su género y, a pesar de su vida sin muchos bocados de ternura… y tal vez por eso mismo, le dijo: Hombre, yo no sé si alguna vez alguien me trajo en su pensamiento con esas palabras, parece un tango. ¡Mire que tuve enamorados!
La charla tenía un par de invitados que, obedeciendo a esa condición de animal gregario, se iban arrimando para que sus orejas no sufrieran más el tironeo de la discreción.
-Usted no entiende, esto es mi vida, lo único que queda de ella. ¿No está pronta ya?
-Vaya hombre, vaya, ahí esta su Yaro…o Celeste, limpita, esperando verlo.
                                                                                       ***
La puerta del cuarto estaba abierta, el hombre entró arreglándose el cuello del saco, sosteniendo el sombrero como si fuera un volante, apretándolo contra esa parte del pecho que duele cuando la vida es cruel, anunciándose con los ojos llenos de una tristeza insondable.
- ¿Dónde está mi nena? ¡Mirá como vine a tomar ese te! Traje mi gorro de fedora y todo, el gacho que te gustaba tanto como me quedaba. ¡Hoy sí, tengo que estar invitado!
Las paredes blancas, tenían un tornasol rosa, el recordaba que había echado unos sobres de entonador dentro del balde de cal en pasta. La idea era que el blanco se tornara ese rosado favorito, pero quedó como un marfil, con un mensaje subliminal tenue, cada vez que el sol de las 5 pm le daba luz a la pared.
En el techo aun colgaba el pitón para armar el tul, sobre el espacio donde la cama de madera ofrecía un puesto de avanzada para mirar la lluvia a través de la ventana. 
Esa ventana, por donde admiraban los aguaceros, planeando un futuro que, seguramente, no contemplaba ninguna de las cosas que un futuro verdaderamente trae.
- ¿Y no vinieron amigas a la visita? Mirá que te lo digo siempre, podés invitar a quien quieras.
En la esquina estaban los paños de colores, tapando el baúl con los disfraces, para las tardes de actuación. Los levantaba y se perdía entre los arabescos de la tela, reviviendo los personajes, con los que le había tocado interactuar cada vez que a Celeste se le daba por darles un ratito de vida.
-Me imagino que el agua ya estará caliente.
Sus ojos se entretuvieron en la esquina donde la pared de la ventana se juntaba con el techo. La lluvia teñía de gris humedad al rincón, preocupándolo, en la obsesión de recordar cuando había sido la última vez que había arreglado esa fisura.
Le pareció ver incluso la guitarra esmaltada detrás del roperito blanco.
-Ella se empecinaba en tocar esas canciones en inglés. Solo ruido – pensó con media risa en su boca – guitarra y tres clases.
Reculó dos pasos y dejó que su cuerpo se inclinara, haciendo sonar sus rodillas, sentándose en la cama que le pareció más baja, endeble. Desfiló su atención por las patas del lecho y no le parecieron los apoyos de siempre. Los apretó, clavándoles las uñas, buscando las marcas que habían hecho una vez con un cortapluma para mostrarle de que color era la madera debajo del barniz oscuro…
“Barniz oscuro... Estas patas, son verdes, mal pulidas, redondeadas.”
El vértigo le subió desde los testículos hasta la boca, dejando a su paso el estómago en ruinas trastocadas.
El ruido del baño lo distrajo durante lo que dura un montoncito de parpadeos, para que después, el aturdimiento, tomara por asalto nuevamente a la situación. El lugar ya no era conocido.
“Este no era el dormitorio de Celeste.”
Había perdido de vista toda referencia, los colores de las paredes caían craquelados, como cáscaras de huevo, la ventana oscurecía su luz y se tornaba en la puerta de un placar sucio, pintado de salpicaduras y moho.
La puerta del retrete se abría de par en par en ese momento.
“¿Y ese baño? ¿Qué mierda hace este baño en el medio del dormitorio”
Su conciencia sometía a sus ojos a un ejercicio de sustituciones y desvanecimientos que lograban hacer girar los techos del cuarto tan rápido como gira este mundo.
La mujer, se desplazaba por la pieza como si fuera la dueña del lugar, el desabillé colgaba de las carnes blandas. El la miró y desde la óptica alterada de su percepción, le pareció que la tipa se estaba derritiendo. Los géneros babosos de la prenda barrían al piso, deteniéndose cada vez que su modelo dictaba una pausa en su andar.
¡Celeste! ¡Linda, soy yo! ¡Mírame, vine a jugar, como siempre, como cada tarde desde que hay tardes nuestras! Soy yo…Papá.  
¿Querés contar estrellas? ¿Que te enseñe a usar otra herramienta? No tengo todo el tiempo que una vez tuve, ya no. El mismo tiempo se lo tragó, hay que aprovechar, ya no tenemos tantos ratos… ya quedan menos.
De espaldas a él, Yaro se desgreñaba a fuerza de cepillo frente al dressoire, con un pucho pegoteado a su labio inferior. Acomodándose los pechos, se giró para mirar al hombre. Sus ojos amojamados de tanta vida se entrecerraron, reconociendo las facciones del tipo que, desde su cama de trabajo, le hablaba.
Cerrando el ojo por donde el humo trepaba a su rostro, dejó que su voz carraspeara:
-Mi amor. ¿Vos no sos el del canal del estado? ¿El del programa ese que dan bien tarde?
                                                                                      ***

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno. hasta donde ficcion hasta donde realidad?