Cuando una imagen borrosa en la
memoria es tan clara que se vislumbra como un conjunto difuso, que se derrumba
al tratar uno de detallarlo y volverlo tangible, es porque ese recuerdo se ha
ganado el privilegio de estar en un lugar muy especial de tu mente, pero sobre
todo se ha refugiado en un rincón inalcanzable de tu ser, de la jaula que
contiene aquellas imágenes o momentos más preciados que conservarás como mínimo
hasta ese momento en que tu corazón deje de latir, tu cerebro interrumpa su
actividad y tu cuerpo pase a ser un simple trozo de carne y huesos.
Cuando abrí los ojos a las ocho
de la mañana, me dije a mí mismo que este sería un día productivo. Hora
temprana para levantarse un domingo, pero a pesar del sueño me dispuse a
desayunar y aprontarme para cortar el pasto. Corrí la manguera que serpenteaba
por todo el césped, saqué el alargue, la máquina y me puse a trabajar. Pocos
minutos después de haber comenzado mi tarea mis pulmones se inundaron con ese
inconfundible olor a pasto recién cortado y yo continué mi labor disfrutando de
esos frescos aromas como si fuera la primera vez que los olía. Unos cuántos
minutos después, luego de lavar el auto aproveché para regar un poco algunas
plantas y árboles. Fue cuando la manguera alcanzó la pequeña higuera que mi
cuerpo entero se estremeció. Pocas cosas lo trasladan a uno a un momento dado,
una época determinada como lo hace un perfume, un aroma a random elemento.
Al mantener la mirada fija en un
punto cualquiera y acudir a esa pequeña jaula con tanto contenido, puedo aún
ver con claridad aquella casa, y el recuerdo es tan intenso y tan claro que si
intento describirla en detalle se desarma como un castillo de arena que es
víctima de la creciente marítima.
Ubicada en el barrio de “Teherán
no” (Nuevo Teherán), la casa de los Abbasi fue el escenario de la mayor parte
de los recuerdos que conservo de mi niñez en Irán. Puedo verme aún correr con
mis pantalones cortos, descalzo sobre las alfombras persas, debajo de las
cuales siempre se encontraba algún billete dejado por mi abuela, quien
utilizaba los rincones de los valiosos tapizados como alcancía. Puedo saborear
la crema acumulada en las tapas de las botellas de leche, por las cuales nos
peleábamos con mi hermana cuando mamá venía de hacer los mandados. En aquella
época, en plena guerra entre Irán e Irak, la vida de nadie era fácil. Largas
colas podían terminar en frustración cuando los productos podían no alcanzar
para todos los que esperaban por ellos. La compra de la mayoría de los
productos de primera necesidad estaba controlada, debido a la escasez que
imponían ocho años de hostilidades entre Occidente (representado por Saddam Hussein
que en ese entonces era bueno) y el Irán de los recientemente victoriosos
Ayatolláh. Cada familia disponía de ciertos cupones para comprar leche, aceite,
queso y otros productos, por lo que tener una tapita con crema más que tu
hermana significaba mucho, más allá de que al final termináramos
repartiendo todo por partes iguales. Puedo
recordar la magnífica sensación de despertarse un viernes por el maravilloso
perfume del cardamomo que inundaba todo el cuarto, sabiendo que mamá y papá
estarían en casa. La mayoría de las veces también estarían mis hermanas más
grandes, y todos juntos desayunaríamos pan – lavash, sangak o barbari –,
exquisitas mermeladas caseras con manteca o crema doble, obviamente acompañados
de un exquisito chai con semillas de
cardamomo preparado por mi abuela.
La casa de los Abbasi era grande
y espaciosa, o al menos así quedó la imagen en mi jaula o caja de recuerdos; si
de verdad lo era no lo sé. Seguramente mi tamaño de entonces tenga que ver con
la escala con que miraba todo elemento, por lo que deduzco que su tamaño real
debe haber sido bastante más reducido que aquello que atesoro en mis memorias,
¿pero a quién le importa?
Allí pasé los años de memoria que
tengo en Irán. Pasábamos bastante tiempo
dentro de la casa, sobre todo en invierno, pero sin dudas EL lugar donde
transcurría la mayor parte del tiempo de aquellos años era el patio, o en su
defecto la calle. La calle donde estaba la casa tenía un ingreso por uno de sus
extremos, pero estaba cerrada en el otro, lo cual garantizaba que quienes por
allí circulaban fueran del barrio, más bien de esa calle. Esto era una excusa
perfecta para que durante las tardes, la totalidad del ancho asfaltado pasara a
ser nuestra cancha de fútbol, y en otras ocasiones el largo se convirtiera en
una pista de carreras de bicicletas. Allí pasábamos horas, tardes enteras
pateando pelotas y yéndolas a buscar a las canaletas antes de que el agua que
por ellas corría se la llevara demasiado lejos. Jugábamos hasta que nuestros
padres llegaban de trabajar y nosotros corríamos a contarles las aventuras del
día antes de la cena.
Pero más allá de la calle, el
patio tenía su magia, la magia de la casa. En un rincón había una pequeña
construcción de un piso, aislada del bloque principal que era de varias plantas
– nosotros vivíamos en este último –. Aquella pequeña construcción era todo lo
que se necesitaba para darle emoción a la vida de un niño chico, como lo era
yo. El señor Abbasi, veterano de esos entrañables, culto, amable, con sus seis
idiomas y sabiduría, tenía allí su oficina, por lo que ese era claramente el
rincón prohibido para los niños. Cuando el señor Abbasi dejaba entreabiertas
las persianas, nosotros podíamos pegarnos contra el vidrio y chusmear lo que
había adentro. Claramente había muchos libros, de lomos muy viejos y gordos,
que a mí no me servían porque aún no sabía leer, pero me fascinaba la sola idea
de saber todo lo que había en cada uno de ellos. También había toda una serie
de elementos de escritorio y de trabajo, una máquina de escribir, todo tipo de
lápices y plumas, pero lo que más nos llamaba la atención era el enorme globo
terráqueo – nuevamente, relativizar el tamaño del elemento en base a mi tamaño
en aquella época –.
En el extremo del patio que daba
contra la calle, un enorme árbol de moras blancas era el deleite nuestro y de
muchos vecinos, pues no solo el suelo se llenaba de sus frutos dentro de la
casa, sino que además el árbol desbordaba generosamente a la calle, por lo que
permanentemente se veía a alguno de los pibes que jugaban al fútbol conmigo
trepados del muro degustando las exquisiteces del árbol.
La entrada estaba entubada por
una hermosa parra. Al abrir los portones de la calle, el acceso se daba bajo la
sombra de la parra, la cual nos deleitaba con sus uvas. Siendo parte de la
dieta de los iraníes las “golosinas ácidas”, la parra nos proporcionaba
exquisitas uvas verdes, parte de las cuales recolectábamos cuando estaban aún
ácidas, y dejábamos otra parte para cuando alcanzaban la madurez y en vez de
hacernos fruncir la boca y cerrar un ojo como un guiño, nos empalagaban la
tarde con todo su jugo dulzón.
Ya avanzado el patio, cerca de
las casas, había dos árboles de caqui para darle el toque naranja, distinto y
llenarse de pájaros cuando sus frutos alcanzaban el estado óptimo. En el
cantero donde estaban los caquis fue a esconderse en un invierno mi tortuga:
Laki. A la pobre desgraciada la fuimos a encontrar cuando el hijo del vecino
intentaba remover la tierra para plantar cuando según él había encontrado una
piedra, por lo que no paraba de darle con el pico. Resultó ser que la piedra
era el caparazón de Laki quien estaba hibernando. Su caparazón quedó un poco
herido, pero se pudo recuperar.
El patio carecía de césped, y
estaba prácticamente en su totalidad recubierto de un pavimento pétreo de color
claro, el cual en esa imagen claramente difusa de mi mente aparece como una
tonalidad beige. En el centro, la protagonista era la enorme higuera. No sé cuántos años tendría
la misma, pero puedo jurar que su enorme tamaño no es fruto de mi diminuta
escala de entonces con respecto al mundo, sino que era enorme de verdad. La
higuera no solo nos daba higos, sino que su prominente sombra era el refugio de
los calurosos y secos días de verano en Irán.
Cuando regué la higuera, me
percaté de sus diminutos higos, aún verdes, en ese árbol que es aún tan
indefenso enfrente de mi casa, en Shangrilá. Pero a pesar de su pequeñez, al
mojarse, las hojas de la higuera desprendieron un perfume que me trasladó en el
tiempo. Instintivamente cerré los ojos, y la jaula se abrió. El baúl de mis
recuerdos se desbordó y dejó escapar uno de sus más exquisitos recuerdos. Allí
estaba yo, con cinco o seis años, en calzoncillos en aquél sofocante día de
verano. Mi abuela me había hecho el almuerzo, y yo me había portado bien pues
me lo había comido todo. Dentro de la casa, los ventiladores no daban abasto y
afuera el inclemente sol incineraba todo lo que se expusiera ante él sin
piedad. Fue entonces que escuché el inconfundible silbido que venía de las
escaleras que comunicaban mi casa con la de arriba. Ese silbido no era otro que
el llamado que teníamos con mi amigo Sayeed, nieto del sr y la sra Abbasi. Le
pregunté a mi abuela si podía salir a jugar con Sayeed y me dijo que mientras
no estuviéramos al sol no había problema. Abrí la puerta, aún en calzones y vi
que Sayeed también estaba casi desnudo. Cuando le dije que me estaba muriendo
de calor y que mi abuela no nos dejaría salir a jugar al sol, me contó de su
fantástica idea. Convencimos a Aziz – mi abuela – y salimos al patio,
desenrollamos la larga manguera que usaba la sra Abbasi para regar y la
estiramos todo lo que pudimos hasta la higuera. Mi abuela no entendía porque simplemente
no nos mojábamos con la manguera, pero de todos modos nos ayudó a llevar acabo
nuestra idea.
Primero se paró Sayeed bajo las
hojas de la higuera gigante y el agua salió furiosa de la manguera. Yo procedí
a poner mi dedo pulgar frente a la boca de la manguera para aumentar la fuerza
del chorro. Al principio le apunté a Sayeed, quien protestó por lo que
cambiamos de lugar. Entonces yo me paré bajó la higuera y él tomó la manguera,
pero en vez de apuntarme a mí levantó el chorro todo lo que pudo, algunos
metros por encima de mi cabeza. El agua fría, atraída por la fuerza de gravedad
comenzó a caer, pero para alcanzarme a mí tuvo que pasar por el abundante
follaje del bendito árbol. Entonces, para cuando las primeras gotas me
alcanzaron, un aroma a higo había inundado el patio, y lejos de estar bajo un
chorro de agua, yo sentía una a una las gotas caer, en forma de lluvia difusa.
El efecto fue mágico, las risas de goce instantáneas e imparables, y
encontramos un modo de refrescarnos y pasar el tiempo en aquellas cálidas
tardes de verano, muy lejos en tiempo y
locación de la pequeña higuera que se encuentra en la ciudad de la costa.
Cuando abrí los ojos noté que mi vista estaba parcialmente nublada, no porque
aún estuviera apreciando una imagen guardada en mi memoria, sino por las
lágrimas que tenía acumuladas.
Pocos años luego de nuestra
partida de Irán, me llegó la noticia de que Sayeed se había ido. Ya no estaba
bajo la higuera en el calor del verano, sino en un complejo de aguas termales
en pleno invierno. Sayeed se zambulló de golpe en la piscina de agua caliente, y
el contraste de las bajas temperaturas del invierno iraní le pasó factura con
un infarto instantáneo. Según nos llegó la noticia en aquél año donde yo
cursaba cuarto de escuela, para cuando llegó la ambulancia Sayeed ya estaba
bajo una higuera mucho más grande, sintiendo caer sobre su rostro las
cristalinas gotas de agua que se paseaban por las hojas de otra árbol, en otro
plano.
Desde mi venida a Uruguay, una de
mis mayores añoranzas fue siempre poder volver aunque sea una vez más a la casa
de los Abbasi. Al pasar los años supe que daría cualquier cosa por poder volver
una sola vez y abrir aquél portón, ya de grande, ya con más conciencia de lo
que mis ojos verían y mi memoria guardaría. Asumiendo el riesgo que implicaba
des idealizar aquél lugar mágico, soñaba con pasar por debajo de la parra,
saborear una mora blanca, pasar por aquél estar donde había crecido, ver si aún
estaba en aquél cuarto el globo terráqueo del sr Abbasi y por qué no, comerme
un higo de aquella higuera gigante. Claro, no me atrevería a estar nuevamente
en calzones bajo las hojas de la higuera. De todos modos tampoco estaría Sayeed
para empujar el agua de la manguera con todas sus fuerzas hacia arriba, pero
quizás pudiera aún escuchar el eco de los silbidos. Esa fue mi obsesión durante
años, mi sueño, mi anhelo, pero el tiempo pasó. Estando del otro lado del mundo
me enteré de que el Sr Abbasi se había ido con Sayeed, y que la sra Abbasi
también estaba en el mismo viaje. Poco a poco las imágenes de los recuerdos se
fueron haciendo más difusas, más idealizadas, más profundas, pero un atisbo de
esperanza mantuvo la llama encendida por un tiempo. Me imaginaba a mí mismo
llegando a la casa, rompiendo en un desconsolado llanto, recordando mi niñez,
mis amigos, Sayeed, los Abbasi… Con el pasar del tiempo mis posibilidades de
volver a Irán se volvieron más remotas, y a su vez Teherán se sumergió en un
fenómeno de expansión territorial y demográfica sin precedentes. El negocio de
las torres y los rascacielos repuntó como nunca y los barrios crecieron en
cantidad de habitantes, pero decayeron en calidad. Las calles dejaron de ser
canchas de fútbol y pistas de carreras de bicicletas. Los escenarios de los
recuerdos de mi generación fueron hechos añicos bajo la feroz especulación
inmobiliaria.
Cuando abrí los ojos bajo el
perfume de la pequeña higuera de mi casa de Shangrilá, supe una vez más que de
la única forma que puedo volver a la casa de los Abbasi es cerrando los ojos,
apretando el pecho y acudiendo a aquella jaula sumergida en un rincón de mí ser,
uno que se creó hace más de dos décadas. Quise descreerlo por un momento. Por
un instante me vino nuevamente la ilusión de volver, de estar, de ir corriendo
a abrir la puerta y llorar tranquilo, pero luego recordé que hoy la higuera no
está más, pues en su lugar se yergue una torre de acero y cemento.
17 comentarios:
sos un grande loco. es increible como de algo tan simple logras algo tan magnifico.
aplausos de pie. realmente maravilloso. me encantó. lo comparto y te felicito por esa manera de escribir.
Increíble, misitico. Me emocionó. La desilusión de volver a un lugar que no si gente ni su geografía están, pero la ilusión de conocer que fue a ocupar su lugar.
Por suerte contamos con ese mágico poder de volver con los sentimientos a donde el cuerpo no nos puede llevar...
Cuando abrí los ojos bajo el perfume de la pequeña higuera de mi casa de Shangrilá, supe una vez más que de la única forma que puedo volver a la casa de los Abbasi es cerrando los ojos, apretando el pecho y acudiendo a aquella jaula sumergida en un rincón de mí ser, uno que se creó hace más de dos décadas. Quise descreerlo por un momento. Por un instante me vino nuevamente la ilusión de volver, de estar, de ir corriendo a abrir la puerta y llorar tranquilo, pero luego recordé que hoy la higuera no está más, pues en su lugar se yergue una torre de acero y cemento.
Ali, sinceramente una de tus mejores. Ese lugar que existe en nuestras cabezas,hoy vos lo armaste con palabras. Gracias y un abrazo grande. Dr. Braulio Kröger.
muy bueno muchachos, de verdad.
abrazo
jp de roma
la puta madre loco, no pude contener las lágrimas. gracias por esto
maravilloso. simplemente maravilloso.
simplemente espectacular.saludos
superlativo. realmente emocionante loco. no solo la historia por si misma es emocionante, sino todos los detalles de esa niñez ajena a la nuestra, tan lejos, tan diferente. muy bueno
excelente. muy emotivo
saludos
maria
Mirá que tienen buenos articulos. el ultimo de polonia fue muy bueno, asi como tantos otros, el de bradbury, tambien muy emocionante, etc, pero con este la verdad que se fueron al carajo.
sigan escribiendo muchachos
abrazo
hermoso relato, hermosos recuerdos y linda manera de contarlos.
gracias
maravilloso relato, de una sutileza exquisita. me encantó
interesantisimo relato chicos. muy buena historia pero ademas muy emotiva y a su vez exotica para nosotros que tanto desconocemos de un pais como iran. muy bueno
muy bueno!
impresionante
Querido Ali,sos tan especial!,tenés un mundo tan hermoso,tu interior,tus bellos sentimientos...este relato de tu propia existencia...exelente!Dios,Ala,te bendiga siempre y siga guardando tan nobles recuerdos!...agradecida de tu relato...tqm!
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