Cuando me quise dar cuenta
estábamos haciendo un guiso sonoro. No solo habíamos mendigado puerta por
puerta a los vecinos para juntar papas, boñatos o lo que pudiera terminar
dentro de una olla, sino que ahora teníamos a un pelotudo – porque no se lo
puede llamar docente – revolviendo la olla y poniendo un micrófono en ella para
que los vecinos pudieran oír el sonido del guiso por un mini parlante, y así
ser partícipes de nuestra “intervención urbana”.
Las épocas cambian, y los
factores que afectan los distintos procesos van moldeando diversas realidades
de estos procesos, pero las cosas que están mal se mantienen a pesar de todo.
Cuando allá por el 2004 uno
empezaba su odisea en la facultad de arquitectura de la Udelar, confiaba en la
facultad, en que lo aprendido en ella sería útil para la formación profesional,
y que a diferencia del liceo – donde uno tenía todo tipo de materias generales
– la facultad lo formaría a uno en lo
que la carrera requería. Punto de vista iluso quizás, pero uno no tenía
experiencia en esto de las universidades, ¿vio? Pero además estaba ese pavor
por los presuntos catorce años que uno pasaría en la academia antes de
graduarse como arquitecto. Ese era entonces el promedio de años que le llevaba
a la gente recibirse de arquitecto.
La realidad en ese entonces
decía que éramos una facultad con un crisol de estudiantes de diversas clases
sociales y económicas. Había gente de poder adquisitivo muy bajo, otros del
otro extremo y muchos otros de un poder adquisitivo medio. Había hippies,
chetos, hippie-chetos, metaleros, ejecutivos de traje, rebeldes, rastas, ex
estudiantes de a Iec, faloperos y todo tipo de estudiantes que uno se pudiera
cruzar. La realidad también marcaba que la mayoría teníamos que laburar para
poder estudiar, pues recién veníamos de una de las crisis más jodidas de las
últimas décadas y la cosa estaba brava. Tan brava que los cupos de las materias
era un fiel reflejo de la situación, pues más de una vez quedó uno libre en
todas las materias, sin poder cursar absolutamente nada por un semestre entero.
Esto último, sumado al ingrediente clave que era laburar ocho o nueve horas al
día, contribuía a la fama bien ganada de carrera eterna que tiene arquitectura.
Por aquellos años la gente
fumaba en clase y a aquellos que no fumábamos nos daban ganas de reventarle la
cabeza contra la pared a todos esos hijos de puta que se cagaban en los
derechos de los que no teníamos ganas de respirar humo, encerrados en un salón
con cincuenta compañeros y docentes, con todas las ventanas cerradas en pleno
invierno. Más de una vez me tuve que ir de clase por no soportar el ataque
constante del fumador que se caga en tus derechos. Pero eso cambió, pues cuando
llegó el jopo al poder mandó el decreto y se terminó la pavada… bue, en parte,
pero al menos ya no se fumó más en clase.
Más allá de estos pequeños
detalles y muchos otros que escapan al alcance de esta insignificante
reflexión, con el pasar de los años quien escribe fue cayendo en la cuenta de
otras “no tan pequeñas” cosas que suceden en nuestra institución académica. Ya
más maduro, y por qué no también más duro por el desgaste provocado por los
años consecutivos de laburo y estudio, las incoherencias internas de la
facultad rompían cada vez más mis ojos. Digamos que fui de los últimos de
facultad en hacer una entrega final de taller a mano, pero incluso yo era
consciente de los drásticos cambios que habían ocurrido en los sistemas de
representación gráfica en la arquitectura en menos de diez años. Mientras los
que dibujamos a mano nos convertíamos en una especie en extinción, nuestro
flamante plan de estudios le dedicaba cuatro semestres enteros, a una materia
llamada “medios y técnicas de expresión”, en criollo: dibujo, dibujo a mano.
Sin embargo no había entonces – ni ahora – un solo minuto del programa
curricular dedicado al diseño digital, dicho sea Autocad y sus complementos.
Para ello, todo estudiante debía y debe invertir miles de pesos en un curso en
alguna institución privada. En estos tiempos, esto es el equivalente a que en
la facultad de ingeniería dieran cursos sobre cómo usar un ábaco de madera – de
esos que teníamos en la escuela –, pero para aprender matemática los
estudiantes tuvieran que pagarse sus cursos privados. Agreguémosle a esto que
el módulo cuatro de Medios y técnicas de expresión terminó siendo una gran
farsa, sin programa donde los futuros arquitectos del país teníamos que
incursionar en métodos de expresión alternativos sobre una temática libre. Nosotros
terminamos haciendo un video con una entrevista cuyo nombre fue “del 6B al 3D”.
A eso le dedicaba su tiempo quien escribe, mientras no podía quedar
reglamentado en otras materias como Construcción y luego de laburar durante
todo el día tenía que bancarse semejante pérdida de tiempo en vez de estar
aprendiendo como levantar un muro de ticholos.
Muchas maquetas se entregaron,
noches y días de frustración fueron forjando una costra de defensa contra la adversidad,
y entre fotocopias en blanco y negro y presentaciones de powerpoint nos fuimos
haciendo arquitectos. La época de bonanza en el país tuvo sus consecuencias en
la facultad, una facultad donde pasó a ser impensable estudiar sin una laptop
propia y sin haber hecho todos los cursos de diseño de la vuelta. De repente en
muchos talleres si no eras un genio del render se te miraba con cara rara. Como
decreto invisible aquellos de menor poder adquisitivo fueron desapareciendo de
las aulas y el estanque se pobló de nuevas generaciones pudientes. Con el
viento de la economía creciente, le fue posible a la gente nueva estudiar y no
trabajar, en definitiva ser un estudiante con todas sus letras, vivir con la
ayuda de papá y mamá y dedicarse a estudiar. Las cátedras empezaron a tener más
dinero, ¡pasamos a tener WC en vez de taza turca y hasta había papel higiénico
en los baños! Una cosa de locos… De repente los pibes pudieron no solamente
quedar reglamentados en alguna materia, ¡sino que empezaron a cursar dos, tres,
cuatro o incluso hasta cinco materias juntas! Lo que antes te podía trancar por
años se empezó a salvar en cuestión de meses, lo cual era excelente. Sin dudas
el contexto nacional aportó en ese sentido a acelerar sensiblemente la
velocidad con la que los nuevos estudiantes avanzaron en sus estudios y
aprendieron a hacer grandes maquetas y hermosos renders, donde rincones oscuros
en la vida real se llenaron de luz por arte de magia, y el pasto creció por
doquier mientras en frente a todo edificio o parque hubo un ciclista
disfrutando de la lluvia. Pero más allá de los detalles y de este progreso en
la mecánica de facultad, lo más destacable fue que aquellos que tenían ganas de
aprovechar la oportunidad tuvieron la chance de hacerlo y avanzar en la carrera
como nunca antes. De repente aquellos que empezamos allá por el 2004 o incluso
antes empezamos a tener compañeros de clase del 2009. De golpe me encontré
haciendo las materias “opcionales” junto a pibes que no sabían quién era Super
Mario o Baraka, y que ni en pedo supieron lo que era dibujar a mano.
Evidentemente yo me había quedado, y ellos habían avanzado muy rápido. Lo increíble
era que estuviéramos ambos compartiendo una materia que no nos aportaría
absolutamente nada para nuestra profesión. Cuando quise darme cuenta estábamos
haciendo un guiso sonoro en una materia opcional. Opcional, pero cuyos créditos
me hacían falta para poder llamarme a mí mismo arquitecto, para poder llamarnos
arquitectos, tanto mis compañeros púber como yo con mis treinta pirulos y mi
panza cervecera. Pero volvamos al guiso sonoro. No solo estaba durmiendo tres
horas por día, cursando otras materias más, laburando y tratando de cumplir con
el mundo, sino que además tenía que concurrir a una materia en la ex cárcel de
Miguelete donde lo más productivo que se hizo en seis meses fue colgar unos
trapos de muro a muro – objetivo literal del curso disfrazado con el título de
“intervención urbana” –, para que se terminaran destrozando al otro día, traer
un docente de Chile y terminar el ciclo de venta magnánima de humo con una
publicación en el diario del taller para figurar como los intelectuales transgresores
del siglo XXI. Fue ahí donde me percaté de la diferencia. Mientras los púber se
sumaban a la movida y se divertían como en un recreo – no laburaban, venían
sacando los render de taquito y a cuatro años de haber entrado a facultad ya
estaban haciendo las opcionales – yo me quería cortar las venas porque tenía
que acudir a la “clase” para no solo no aprender absolutamente nada, sino para
resignar horas que debería haber dedicado a otras materias y todavía yéndome
caliente por llegar tarde al laburo. En ese marco, los docentes tuvieron la
brillante idea del guiso sonoro.
Varias veces floreció el
jacarandá, y las carpas del estanque vieron pasar las estaciones y las
generaciones. El territorio de las carpas siguió siendo testigo del chapuzón
final de carrera de muchos nuevos arquitectos y fantásticos creadores de guisos
sonoros. Muchos cambios tuvieron lugar, de los cuales algunos se mencionaron
aquí. Lo que no cambió en estos once años fue el enfoque de nuestra formación. Mientras
en los talleres tuvimos rienda suelta a nuestra imaginación y aprendimos a
proyectar, mientras nos sumergimos en la historia de nuestra profesión y
cavamos hondo en los misterios conceptuales de los espejos de agua, podemos
decir orgullosos que asistimos a cerca de diez cursos obligatorios donde
aprendimos de todo, menos de arquitectura. Diez cursos que divididos en
semestres significan al menos dos años de carrera. Mientras tanto, nos perdimos
de ir a obra, de pasar de los powerpoint a la chocla, de un dibujo borroso de un encofrado al olor de la tabla de
pino. Materias como “hormigón” – ¿para cualquier simple mortal que no sepa nada
de arquitectura suena algo importante, no? – fueron suprimidas de nuestra
formación para pasar a tener seis opcionales, dentro de las cuales figuran
“arquitectura y comic” o el “Leac” donde se hacen guisos sonoros. Nos pasamos
cuatro semestres aprendiendo a dibujar sombras con lápiz pero tenemos que pagar
miles de pesos para aprender a dibujar lo que le vamos a vender a nuestros
clientes, a crear lo que nos exige el mercado y la factulad. Nos pasamos años
en nuestros salones hablando de teoría pero la primera vez que pisamos una obra
es a seis meses de recibirnos. Salimos capaces de hacer exquisitos render – y
no porque nos lo hayan enseñado en facultad, sino porque nos lo exigieron en la
facultad –, pero no tenemos idea de cómo controlar una impermeabilización de
una cimentación y nos pensamos que los hierros de una viga van a estar iguales
al dibujito 2D que hicimos. Llega un punto en el que nuestra carrera parece más
un elemento más de la burocracia estatal de la cual todos los ciudadanos somos
presas que una carrera profesional.
Aquellos que la sufrimos
laburando y tratando de ser constantes, que nos fumamos materias como economía
o matemática con tres horas de sueño vemos en estos cursos una falta de
respeto, y en la planificación de la carrera una carencia enorme de sentido
común y compromiso. Somos conscientes de que a menos que podamos trabajar de
esclavos en un estudio arquitectónico durante nuestra época de estudiante –
única manera de aprender realmente –, saldremos con un título bajo el brazo,
pero con carencias enormes que van más allá de las dudas normales que puede
tener un recién egresado. En nuestra formación nos es obligatorio cursar las
famosas opcionales, pero nos quedamos con la ñata contra el vidrio cuando se
acaban los míseros cupos de Construcción 1, 2, 3 y 4. Salvamos exámenes
teóricos, pero no pisamos una obra ni por decreto. ¿No sería acaso más lógico
retirar todas las materias incoherentes con nuestra formación y nuestras
necesidades, para sustituirlas por más cupos en aquellas que realmente nos
hacen falta? ¿No podríamos tener cursos presenciales en obra para apoyar los
conocimientos impartidos en clase mediante presentaciones en 2D sobre una
pared? ¿No podríamos acaso ser mano de obra en las cooperativas de vivienda
para no solo ayudar, sino también aprender?
Mientras se nos viene un plan
nuevo – no a aquellos como yo, sino a los que aún no han emprendido este camino
–, yo me pregunto si no sería más inteligente aplicar la idea de un amigo quien
reflexionaba sobre otra carrera que no es la mía, a quien cito a continuación:
“Alguna vez dije como chiste que un buen
negocio hubiera sido: no pagar cuatro años de universidad y haberle pagado yo a
mi empleador durante un año en vez de cobrar sueldo. Entonces yo me ahorraba
cuatro años de cuota, el empleador recibía un sueldo en vez de pagarme y yo
estaba realmente listo en un año, en vez de en cinco.”
Este nuevo plan según se comenta
reduce aún más las horas de las materias relativas a la obra y la construcción.
Si seguimos así en breve vamos a tener arquitectos que serán expertos en
preparar cheese cake de maracuyá, pero no tendrán una puta idea de cómo
controlar un revoque. Y aun así, aquellos que amamos la arquitectura y que nos
negamos a permitir que algún decano de turno o la ineficiencia del centro de
estudiantes decida nuestros destinos, la seguimos luchando, intentando hacer lo
imposible hasta ese día donde esperaremos que llegue la noche, para que
mientras las carpas descansan, nosotros podamos pedirles prestado el estanque
para darnos un chapuzón.