¿Usted no
es el de la televisión? ¡Es usted sí! El del programa ese que hablan de
boludeces que nadie entiende. Bien tarde lo dan, en el canal del estado.
El otro, el
supuesto identificado famoso del canal estatal, caminaba apurando el paso, como
retrocediendo de la situación, pero moviéndose hacia adelante. El abrigo de
cuero, un poco raído para lo que uno esperaría del atuendo de una luminaria, le
enjutaba la cara dentro del cuello de piel de cordero, que llevaba levantado,
al contrario que su propio pescuezo que buscaba retraerse dentro de la
pelambrera blanca que forraban las solapas alzadas del gabán.
El
paparazzi improvisado, por falta de educación o exceso de valor, no se percataba
de que, al que se alejaba, no le había caído muy bien el ser reconocido y,
continuaba su persecución, mientras apuraba algo de manduque.
Es que el
queco era de mala muerte, de esos en que uno hace fila de espera. Con carritos
de venta de torta fritas y alguna que otra minuta en la puerta. El gordo de las
milangas, pregonaba su mercadería, a los gritos, escupiendo las palabras entre
unos labios flácidos y exageradamente carnosos, en composé con una cara aburrida de ver putañeros y mala vida, riendo
de las anécdotas repetidas, de conchas duras y pijas blandas.
- ¡A la
milanga, a la milanga la que pone dura la guaranga!
- ¡Birra,
bironga, la que para la poronga!
Los tipos y
las yiras recuperaban energías en el carro del gordo, ya que el bar del lupanar
era magro, en dimensiones y ofrecimientos. Todos se rebuscaban antes o después de
ponerla, con una milanesa al pan, ablandada con cerveza casi a temperatura
ambiente.
- ¿Viene a
ver a una novia? Interrogaba ahora el inoportuno.
- ¿Por qué
no me deja en paz? El pedido fue
terminante, imperativo, pero entre las palabras, se deslizaba una cadencia de
exhortación, un reclamo que imploraba más de lo que imponía.
Al curioso, esta petición le movió vaya a
saber uno que engranaje en su cabeza, estas palabras le indicaron que no
debería seguir con su increpación. Ya las voces de su hostigado no eran
susurros casuales y abrían paso al razonamiento fácil, obvio, de que, en un
quilombo, no es inteligente andar de pendenciero o nada que se le parezca.
El ambiente
de la puerta volvió a su murmullo habitual, a los escupitajos de costado, a
putas tristes y alegres, a chongos y enamorados.
Libre ahora
de admiradores e interrogatorios, el hombre entró raudo al vestíbulo del burdel,
pasó la vista por el sillón medio destartalado, coloreado de un verde que
metódicamente se había empecinado en volverse gris; un par de caballetes aguantando
3 tablas cepilladas, donde dos botellas de whisky brasilero convertían, con
mucha buena voluntad e imaginación, a todo el conjunto en un bar. Un par de
taburetes chuecos de tanto aguantar torcidos sobre sus patas; y todo esto
encerrado entre cuatro paredes de bloques grises a medio revocar.
Miró su
reloj y se sacó el borsalino, dejando su calvicie al aire, agregándose muchos
años a su apariencia gracias a esta simple acción. El bigote grueso,
conquistado por las canas, se fruncía, mientras sus ojos buscaban algo,
alguien.
La luz, lo
suficientemente tenue como para disimular imperfecciones, no ayudaba en este
proceso de identificación al que se había encomendado.
- Lindo, ¿A quién buscas? La madama le
pregunta con esa ternura condimentada de burla, con las que las personas que la
vida les ha mostrado como funciona la bisagra de los claro oscuros, hablan.
- A
Celeste, o Yaro.
- ¿A las
dos? ¿Mira?
-No son
dos, se llama Celeste, pero acá le dicen Yaro.
- ¡Ah! Yaro
es el nombre artístico.
- Algo así.
Dijo el tipo con vergüenzas de tener vergüenzas.
- Yaro ahora
está ocupada. Sentate y charlamos, te pones más flojito. Vení tómate una
mientras la esperas. Tenes cara conocida, vos pasas seguido por acá. ¿No?
- No, no
tomo yo, ya no, no tomo más.
- Yo, en
cambio, no tomo menos…y con este frío, de alguna manera hay que calentarse ¿No?
La puerta
de uno de los cuartos, se abrió, arrastrándose durante los primeros grados de
su movimiento, tironeada, en dos tiempos por el milico de azul que salía, aun
acomodándose la hebilla y el último botón del pantalón.
Sin mirar a
nadie, apenas cruzó miradas con la madama, y le lanzó un saludo que más sonó a
advertencia, que a cortesía: -Stella, nos
estamos viendo.
- Buenas tardes, Méndez. Contestó esta, e
inmediatamente agregó: - Qué pase bien… milico
de mierda, gordo sucio, hijo de re mil putas. Absolviendo a las últimas
palabras de su frase, para que hicieran lo que quisieran con su resonancia.
– ¿Y vos a
dónde vas, lindo? Yaro no está ahí, ¿Cambiaste de idea? Ahí atiende Marta, y no creo que esté pronta,
todavía.
El tipo se
había levantado del taburete y enfilaba para el cuarto desde donde había salido
el Gendarme.
- ¿Dónde está
Yaro?
- Uh, estás
enamorado, ¿eh? Dale unos minutitos, que no sos el único galán acá.
Volviendo a
su silla, ahora miraba la única puerta del quilombo que estaba cerrada. El otro
cuarto, el único otro habitáculo destinado al placer.
- ¡Che!
¡Qué fuerte que te pegó! ¿Con tanto amor, como es que no te he visto más
seguido? Tu cara es conocida, pero si Yaro tuviera un noviecito tan empedernido,
me acordaría seguro.
- Yo no soy
su novio.
- Bueno “cliente” lo que quieras vos chiquito, mirá
que andás con ganas de pelear.
La mujer
mientras hablaba, cruzó miradas con un tipo grueso que parecía estar ensayando,
hace años, un método para que su cara se pareciera lo más posible a un
ojete. La seña era solo un pestañeo, el
amor hace cosas malas con los hombres, y ella tenía un lindo ramo de cicatrices,
regaladas por esos príncipes azules que no se dan cuenta donde termina el
cuento y donde empieza la puta y el tipo. El veterano estaba tranquilo, pero
nunca se sabía, la mujer no había llegado a madama, por falta de experiencia,
ni por falta de recaudos.
- La busco
hace mucho, muchísimo, tengo que verla, llevo ya como tres años visitando casas
de citas y tugurios, nunca es Yaro, es decir, es Yaro, pero no Celeste, mi
Celeste. Hablaba para él, no reparaba en su interlocutor.
- ¿Tres
años sin verse?
- Tal vez
más, la última vez que la vi, fue desde arriba del 2, era ella, la reconocería
siempre.
- El que va
al San Bois? Mi hermana vive por ahí. Son una mierda esos trolebuses. Siempre,
a la altura de la avenida comercio, los cables se salen y hay que esperar a que
lo enganchen de nuevo.
- El 2 no
es trolebús; usted se debe de confundir porque se sube por la parte de atrás.
- ¿Cómo que
no? Es de los azules…
Los ojos del
hombre se van a algún lugar, lejos. No parece importarle lo que la mujer dice. Escupe
palabras como si estuviera hablando con todos y con nadie:
- Me puse a
gritar para que pararan, pero el tipo no me abrió hasta la siguiente parada.
Bajé y volví corriendo, no estaba…
- Opa,
entonces se conocen desde hace un tiempo. ¿No me digas que te plantó? Somos
malas las mujeres… a veces.
- Solo se
fue, despareció, y con ella todo lo que llenaba cada espacio del día, y con
esos días vacíos, semanas, meses, años, que quedaron sin sentido de nada. Todo
quedó así, pegoteado en esa melaza de recuerdos que se convierten en puñales
con su ausencia.
El breve
silencio, vibrando entre reflexión y sorpresa, lo disipó la mujer, que fiel a
su género y, a pesar de su vida sin muchos bocados de ternura… y tal vez por
eso mismo, le dijo: Hombre, yo no sé si alguna vez alguien me trajo en su
pensamiento con esas palabras, parece un tango. ¡Mire que tuve enamorados!
La charla
tenía un par de invitados que, obedeciendo a esa condición de animal gregario,
se iban arrimando para que sus orejas no sufrieran más el tironeo de la
discreción.
-Usted no
entiende, esto es mi vida, lo único que queda de ella. ¿No está pronta ya?
-Vaya
hombre, vaya, ahí esta su Yaro…o Celeste, limpita, esperando verlo.
***
La puerta
del cuarto estaba abierta, el hombre entró arreglándose el cuello del saco, sosteniendo
el sombrero como si fuera un volante, apretándolo contra esa parte del pecho
que duele cuando la vida es cruel, anunciándose con los ojos llenos de una
tristeza insondable.
- ¿Dónde
está mi nena? ¡Mirá como vine a tomar ese te! Traje mi gorro de fedora y todo,
el gacho que te gustaba tanto como me quedaba. ¡Hoy sí, tengo que estar
invitado!
Las paredes
blancas, tenían un tornasol rosa, el recordaba que había echado unos sobres de
entonador dentro del balde de cal en pasta. La idea era que el blanco se
tornara ese rosado favorito, pero quedó como un marfil, con un mensaje
subliminal tenue, cada vez que el sol de las 5 pm le daba luz a la pared.
En el techo
aun colgaba el pitón para armar el tul, sobre el espacio donde la cama de
madera ofrecía un puesto de avanzada para mirar la lluvia a través de la
ventana.
Esa
ventana, por donde admiraban los aguaceros, planeando un futuro que,
seguramente, no contemplaba ninguna de las cosas que un futuro verdaderamente
trae.
- ¿Y no
vinieron amigas a la visita? Mirá que te lo digo siempre, podés invitar a quien
quieras.
En la
esquina estaban los paños de colores, tapando el baúl con los disfraces, para
las tardes de actuación. Los levantaba y se perdía entre los arabescos de la
tela, reviviendo los personajes, con los que le había tocado interactuar cada
vez que a Celeste se le daba por darles un ratito de vida.
-Me imagino
que el agua ya estará caliente.
Sus ojos se
entretuvieron en la esquina donde la pared de la ventana se juntaba con el
techo. La lluvia teñía de gris humedad al rincón, preocupándolo, en la obsesión
de recordar cuando había sido la última vez que había arreglado esa fisura.
Le pareció
ver incluso la guitarra esmaltada detrás del roperito blanco.
-Ella se
empecinaba en tocar esas canciones en inglés. Solo ruido – pensó con media risa
en su boca – guitarra y tres clases.
Reculó dos
pasos y dejó que su cuerpo se inclinara, haciendo sonar sus rodillas,
sentándose en la cama que le pareció más baja, endeble. Desfiló su atención por
las patas del lecho y no le parecieron los apoyos de siempre. Los apretó,
clavándoles las uñas, buscando las marcas que habían hecho una vez con un
cortapluma para mostrarle de que color era la madera debajo del barniz oscuro…
“Barniz
oscuro... Estas patas, son verdes, mal pulidas, redondeadas.”
El vértigo
le subió desde los testículos hasta la boca, dejando a su paso el estómago en
ruinas trastocadas.
El ruido
del baño lo distrajo durante lo que dura un montoncito de parpadeos, para que después,
el aturdimiento, tomara por asalto nuevamente a la situación. El lugar ya no
era conocido.
“Este no
era el dormitorio de Celeste.”
Había
perdido de vista toda referencia, los colores de las paredes caían craquelados,
como cáscaras de huevo, la ventana oscurecía su luz y se tornaba en la puerta
de un placar sucio, pintado de salpicaduras y moho.
La puerta
del retrete se abría de par en par en ese momento.
“¿Y ese
baño? ¿Qué mierda hace este baño en el medio del dormitorio”
Su
conciencia sometía a sus ojos a un ejercicio de sustituciones y desvanecimientos
que lograban hacer girar los techos del cuarto tan rápido como gira este mundo.
La mujer,
se desplazaba por la pieza como si fuera la dueña del lugar, el desabillé
colgaba de las carnes blandas. El la miró y desde la óptica alterada de su
percepción, le pareció que la tipa se estaba derritiendo. Los géneros babosos
de la prenda barrían al piso, deteniéndose cada vez que su modelo dictaba una
pausa en su andar.
¡Celeste!
¡Linda, soy yo! ¡Mírame, vine a jugar, como siempre, como cada tarde desde que
hay tardes nuestras! Soy yo…Papá.
¿Querés
contar estrellas? ¿Que te enseñe a usar otra herramienta? No tengo todo el
tiempo que una vez tuve, ya no. El mismo tiempo se lo tragó, hay que
aprovechar, ya no tenemos tantos ratos… ya quedan menos.
De espaldas
a él, Yaro se desgreñaba a fuerza de cepillo frente al dressoire, con un pucho
pegoteado a su labio inferior. Acomodándose los pechos, se giró para mirar al
hombre. Sus ojos amojamados de tanta vida se entrecerraron, reconociendo las
facciones del tipo que, desde su cama de trabajo, le hablaba.
Cerrando el
ojo por donde el humo trepaba a su rostro, dejó que su voz carraspeara:
-Mi amor.
¿Vos no sos el del canal del estado? ¿El del programa ese que dan bien tarde?
***