Supongo
que toda persona quisiera en algún momento dejar un legado, una herencia
mística que perdure en algún lugar de este mundo cuando su cuerpo ya no esté. Quizás
no todos tengan esa necesidad a flor de piel, posiblemente algunos la exhiban
más mientras que otros la tengan muy escondida, hundida en lo más profundo de
su ser, en un lugar tan lejano y obscuro que ni ellos mismos se atreverían a
explorar; pero muy probablemente aquél que decide concebir un
hijo o simplemente dedicarse a algún tipo de actividad que implique la
transferencia de conocimiento e ideas, como puede ser un docente, un artista o
escritor tiene un cierto grado mayor de necesidad de dejar dicho legado.
Innumerables
pueden ser los casos de alguna figura de renombre que haya roto corazones y
desilusionado a alguno de sus admiradores durante su vida, destrozando así todo
un mundo de idealismos que se crea un admirador o consumidor en su imaginario
cuando accede al producto exhibido por la celebridad en cuestión, sin entender
que el autor no es el producto consumido que tantos nos hizo admirarlo. ¿Pero
qué pasa cuando el legado del admirado va más allá del simple cholulismo típico
de un admirador X? ¿Qué pasa cuando una simple obra de la figura admirada cava
muy hondo en tus entrañas y te cambia tus gustos, hace que tus futuras
decisiones se vean influenciadas y puedas quizás descubrir mundos e ideas que
de otro modo no hubieses conocido? Y si es así, ¿qué tan agradecido podrías
estar con otra persona, que lejos de ser una celebridad tuvo el simple gesto de
presentarte al personaje en cuestión, su obra, su filosofía, sus frutos?
Si
vamos a nuestra fuente genérica de consulta, Wikipedia, el señor que hoy
estaría cumpliendo sus noventa y cuatro años de edad, no hizo gran cosa: Ray Douglas Bradbury (Waukegan, Illinois, 22
de agosto de 1920 - Los Ángeles, California, 5 de junio de 2012) fue un
escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia
ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la
novela distópica Fahrenheit 451 (1953).
Permítanme
decirles humildemente que si ustedes conocen al Sr Ray Bradbury, están en el
grupo de los afortunados. Pero permítanme también decirles que si solamente
conocen las dos obras mencionadas por Wikipedia, entonces ustedes están en el
grupo de los desgraciados, pues desconocen obras realmente magistrales de un
autor que con su punto de vista demostró ser un adelantado a su época, un
visionario que con una enorme sensibilidad pudo pasar a través de la tinta y el
papel, a través del poder de las letras y las palabras a describir y predecir de
manera muy precisa muchos de los comportamientos de nuestra sociedad
contemporánea. Se pierden escritos que siendo futuristas en su época, lejos de
describir un mundo de autos voladores y robots malignos describen grandes
facetas de la decadencia humana de las sociedades de consumo en su más franco
encuentro consigo mismos, como humanos, mientras que en otras ocasiones, a
través de sus inigualables metáforas logra hacer de una sencilla historia un
viaje espectacular que dispara la imaginación guiada por sus inmejorables
líneas de texto, de simple texto que hacen vibrar y sentir al ser más frígido.
Conocí
a Bradbury hace unos diez y siete años. Lo conocí una tarde donde muchos de mis
somnolientos compañeros de clase contaban los segundos y los minutos para que
sonara el timbre y poder rajarse de aquella clase, y sin embargo yo, yo estaba
encantado, pues en ese momento la clase la daba Mabel Camponovo.
Recuerdo
que en los últimos quince o diez minutos de muchas de sus clases, Mabel nos
leía algún que otro cuento, muchos de los cuales eran sobre las aventuras y
peripecias de un pibe, pero por más que hago el esfuerzo no puedo acordarme de
su nombre, ni del escritor. Pero esa tarde en particular, mientras el sol
entraba a piacere por las grandes
ventanas de aquella aula en la Scuola Italiana di Montevideo, bañando unas
cuantas mesas, sillas y alumnos, esa tarde el cuento a leer no era de aquel
pibe.
Mabel
no me quería como me quería solo porque yo era bueno en idioma español. Lo que
ella estimaba era que además de prestar atención en sus clases y siempre estar
dispuesto a levantar la mano para contestar sus preguntas (no por alcahuete
sino porque realmente me gustaban sus clases y lo que enseñaba), yo me
comportaba como no lo hacían la mayoría de mis compañeros, y las
consideraciones y atenciones que tenía yo hacia ella y sus clases eran
diferentes, con una honestidad y amabilidad extrañas de encontrar en un curso
liceal. Claro que yo no era el único, pero sí era uno de los pocos que así lo
hacíamos. Lo cierto es que el aprecio era mutuo, pues si bien he tenido grandes
profesores a lo largo de mis estudios, ella está en la cima absoluta y un
profundo sentimiento de agradecimiento y admiración me invade cada vez que me
acuerdo de uno de sus chistes fuera de época, de alguna de sus enseñanzas o
simplemente de su andar lento con su abrigo rojo y su maletín tipo porta folios
en su mano derecha.
Esa
tarde Mabel Camponovo no solo nos iba a leer un cuento, sino que además nos
tenía preparada una sorpresa. Ella nos dio la espalda, abrió el pequeño libro
que tenía en su mano izquierda, tomó un trozo de tiza con la mano derecha y
comenzó a escribir en mayúscula y letra imprenta – cosa jamás vista – el
siguiente texto en el pizarrón:
“SAFARI EN EL TIEMPO, S.A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ
USTED LO MATA”
Acto
seguido se dio vuelta y nos miró con su sonrisa pícara, como tramando algo. Una actitud infantil se entremezclaba con sus
canas que eran la siembra de años de sabiduría. La mitad de la clase no le dio
bola. Algunos bostezaban, otros se pegaban piñas en los brazos mientras que
algunas chiquilinas se escribían cartitas, sumidas aún en lo que quedaba de su
comportamiento escolar de años anteriores. Semejantes pelotudos éramos todos
con nuestros trece años de edad, pero los comportamientos asemejaban los de un
escolar de unos siete u ocho.
Mabel
empezó a leer, primero la introducción, luego el cartel que había escrito
minutos antes en el pizarrón para continuar con el resto del cuento. Ella leyó
y yo comencé a imaginar a cada uno de los personajes, las discusiones, los
paisajes, la mariposa, el dinosaurio, me compadecí del dinosaurio, me compadecí
de la mariposa, vi la cara de cobarde del cliente, la época, todo, todos y cada
uno de los detalles que nuestra profesora leía y que el gran genio había
imaginado muchos años atrás. Entonces todo figuraba en mi mente como si
estuviera frente a una pantalla de cine. De repente ella se detuvo, recorrió el
salón con una mirada sigilosa hasta que por fin encontró en mí y algunos otros
pocos lo que buscaba. Contenta con haber cautivado aunque sea a algunos de sus
alumnos volvió a darnos la espalda, a tomar el libro con su mano izquierda y el
mismo trozo de tiza con la derecha, pero antes de comenzar a escribir nos miró
y nos dijo: “No se preocupen ustedes alumnos si ven algo extraño, ya van a
entender por qué es.” Acto seguido volvió a escribir en letra mayúscula
imprenta – cosa que jamás habíamos visto, pues ella fue quien nos hizo volver a
escribir en manuscrita en pleno liceo – las siguientes líneas:
“SEFARI EN EL TIEMPO. S.A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTÉ NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYÍ
USTÉ LO MATA”
No
terminó de escribir aquello y darse vuelta que ya uno de los despistados que
andaba mirando por la ventana acotó: “Pero eso está mal escrito”, pero no pasó
un segundo antes de que una de mis amigas Fagundez le aclarara que la profesora
ya había aclarado aquello, ante lo cual el del comentario calló su frustrada
acotación y volvió a mirar hacia fuera. Mientras tanto la profesora le devolvía
una mirada de agradecimiento a su asistente de turno.
El
cuento terminó y yo no pude esperar a llegar a casa para cambiarme e ir a
alguna librería a buscar algo de quien sería mi gran inspiración y maestro, Ray
Bradbury.
Los
años pasaron, yo me fui de la Scuola, pero volví cada tanto a dar una vuelta,
recordar viejos tiempos con una nostalgia exquisita y aprovechar para saludar a
ex docentes, adscriptos, directores y personal de limpieza. Al fin y al cabo
aquella gente me había visto crecer y durante un buen tiempo de mi vida había
pasado más horas conmigo que mi propia familia. Fue en una de esas visitas que
Silvia – mi ex adscripta – me comentó que tenía algo para darme y lo que me dio
me dejó estupefacto. Se trataba de una foto que algunos años antes Jorge,
Federico, La Pocha y yo nos habíamos sacado con Mabel Camponovo en una fiesta
de la Scuola. A aquella fiesta de graduación, nosotros habíamos acudido porque
formamos parte temporal del coro bajo la condición de recuperar dos puntos en
las notas de Música. Nuestra docente de música por aquellos años era Teresinha,
quien nos había bajado las notas a 5 por alguna cagada que nos habíamos mandado
en clase, por lo que el precio a pagar para recuperar aquella baja era ser
parte de su coro carente de voces masculinas en aquella fiesta. Lo cierto es
que la foto la tomamos en aquella ocasión y años después yo la venía a tener en
mi poder. Le pedí los datos de Mabel a Silvia quien me los consiguió junto con
Gabriela Nery, luego fui a buscar a Federico, Jorge y La Pocha para que
firmaran aquella foto y finalmente me comuniqué con Mabel por teléfono. Debo
admitir que llamé con cierto miedo, pues ya cuando había sido nuestra docente,
nos daba la impresión de que estaba muy anciana y no muy bien de salud, pero
vaya uno a saber si eso era verdad, era la percepción de unos pendejos de trece
años para quienes alguien de treinta es un “veterano”. El tema es que a mí me
daba cierto miedo llamarla por las dudas de que alguien me dijera que Mabel se
había muerto, cosa que por suerte no ocurrió. Quedé con ella en llevarle la
foto, me dijo que vivía por el Prado si no recuerdo mal y yo me quedé con eso.
Pero la vida no siempre es tan estructurada como uno pretende que sea, y por
una razón u otra pasaron los días, las semanas, los meses e incluso los años y
yo nunca le llevé la foto a Mabel.
Muchos
años después, mientras estudiábamos en la casa de un amigo de facultad, yo no
pude evitar maravillarme con la enorme biblioteca del padre del mismo, por lo
que me puse a recorrer los distintos géneros que componían aquella maravilla de
más de mil volúmenes. Lomos viejos, nuevos, muy viejos, amarillentos, había de
todo, pero de repente mis ojos fueron a parar a un nombre conocido. Incliné mi
cabeza hacia la izquierda para leer lo que decía un libro muy viejo, de lomo
añejo. El lomo decía: “Ray Bradbury – LAS DORADAS MANZANAS DEL SOL”. Casi me da
algo. Casi unos once años después de aquella tarde donde Mabel nos había leído
aquél cuento yo me encontraba por fin ante el libro del maestro. Durante años
lo busqué, pero no tuve suerte. Siempre que iba a una librería y preguntaba por
Bradbury el vendedor de turno me respondía con lo mismo: “Crónicas marcianas,
el hombre ilustrado, mmm… a veeeer… Fahrenheit… no, no, ese está agotado, Las
Doradas Manzanas no lo tengo”.
Apareció
el padre de mi amigo y aparentemente vio mi cara de asombro y admiración
mientras inspeccionaba el libro y se dio cuenta de lo enfermo que estaba cuando
me descubrió metiendo la cara entre las hojas y oliendo como si estuviera en un
campo de lavanda. Cuando le pregunté si me lo podía prestar, sonrió, tomó el libro,
tachó su propio nombre que aparecía en la primera hoja y me lo dio. Me dijo que
me lo regalaba, que era uno de sus favoritos y que lo había leído al menos diez
veces, que ya era hora de que otro lo tuviera. Si no me puse a llorar en el
momento fue simplemente porque no podía perder tiempo en eso y me las tomé de
la casa antes de que el tipo se arrepintiera, pero recuerdo claramente cuando
llegué a mi casa con una sonrisa triunfal y me eché en la cama para leer el
primer cuento. Sentí la tentación, la enorme tentación de ir al índice y buscar
aquél cuento, aquél que me había hecho conocer a Bradbury, aquél que nos había
leído Mabel en una tarde de clase, pero me contuve. De hecho ni siquiera miré
el índice, sino que abrí el libro y empecé a leer. La sirena, el peatón, la bruja de Abril, la fruta en el fondo del
tazón, el niño invisible, la máquina voladora, el asesino, la dorada cometa-el
plateado viento, nunca más la veo, bordado, el gran juego blanco y negro, el
ruido de…. ¿Eh? Pará… Pará… Estaba tirado en mi cama cuando terminé de leer
“el gran juego blanco y negro”. Habían pasado algunos días desde que había
adquirido el libro. Iba por el próximo cuento en una fría noche de invierno
cuando de repente caí en la cuenta de que había llegado el momento. ¡El Ruido
de un trueno! Había llegado a aquél cuento. Fue inevitable acordarme de Mabel,
de sus clases, de sus risas, sus chistes, sus “tiene un diez alumno” o “tiene
un cinco alumno”, de su cara de horror aquél primer día de clase cuando al
entrar al salón vio como ninguno de sus insolentes alumnos se ponía de pie,
exigiéndonos que al entrar ella nos levantáramos y le dijéramos al unísono
“buenos días profesora”, para poder sentarnos luego de que ella nos devolviera
el saludo. Me acordé de todo aquello y con una gran emoción volví a abrir el
libro y me puse a leer. Volví a tener trece años, volví a viajar al Safari,
volví a ser muy feliz en mi nostalgia y
extrañé enormemente las clases de Mabel.
Hace
algunas noches, o sea diez años luego de aquél día donde conseguí el libro, y
diez y siete años después de haber conocido a Bradbury, tuve un sueño del cual
me desperté emocionado y feliz. En él aparecía Mabel Camponovo, siempre son su
tapado rojo. También estaban Sebastián Fernández, Martín Borrás, Federico Pérez,
Jorge Callero, La Pocha, la QK, Virginia Pivel, Luisa Inverso, Marcelo
Martínez, Robert Orguet y Claudia Gómez entre otros. Todos estábamos de pie en
una suerte de anfiteatro, aplaudiendo a más no poder a Mabel quien recibía un
premio en el escenario. El lugar se parecía al teatro Solís, pero en mi sueño
yo sabía que era el aula magna de la Scuola donde tantas veces canté el himno,
donde actué en las fiestas de fin de año, donde en los primeros años de haber
arribado a Uruguay cantaba el Himno a mi bandera de oído y gritaba feliz “nada
igual a sulicín sulucín” o donde no pude entrar otras veces por no tener la
“insignia”. El premio que recibía ella era un equivalente al Nobel, en la
docencia. Yo sé que estábamos todos con ella, aplaudiendo, orgullosos y que
ella sonreía. Cuando desperté me sentía bien, pero me pregunté, ¿qué será de la
profesora?
Algunas
horas más tarde, limpiando el cuarto y reordenando papeles y libros saqué un
montón de fotos, las puse sobre la mesa y seguí con lo mío. De repente sentí a
mi madre que le comentaba a mi hermana: “esta foto se la sacaron en la scuola,
con una profesora de aquellos años. Ese es Federico, ese es Jorge el hijo de
René y el otro es un amigo de Alí también”. No lo podía creer, era demasiada
casualidad. Fui a ver la foto, ahí estaba, aún con las firmas nuestras atrás,
aún en mi poder.
Hace
muy pocos días aprovechamos el inusual sol de ese cálido día de invierno para
tirarnos afuera con mi novia y leer algunas de las hojas de aquél mismo libro,
del gran libro, de EL libro, Las Doradas Manzanas del Sol, mientras yo seguía
preguntándome, ¿qué será de Mabel Camponovo? ¿Qué será de la persona que me
hizo conocer a uno de los más grandes escritores de todas las épocas? ¿Qué será
del maestro, de Bradbury? ¿Estará su alma en paz, o lo seguirán acusando de ser
un “comunista que se comía a sus propios hijos”, como lo acusaban por el simple
hecho de ver una verdad diferente a la del consumismo imperialista del país
donde vivía? Encontré la mejor manera de averiguarlo, simplemente abriendo sus
libros, leyendo sus cuentos, adentrándome en las historias donde el alquitrán
simboliza las consecuencias de la contaminación tecnológica, donde historias
simples se convierten en secuencias mágicas fuera de serie, donde desde el gran
astro algunos individuos sacan doradas manzanas del sol.