
Cuando pensé que iba a tener una placentera noche de descanso en Barcelona, terminé dando mil vueltas para conseguir dos encargos de Montevideo que no fueron posibles de ser conseguidos – la camiseta suplente del Athletic de Bilbao y el último libro de Galeano – para seguir en un bar de buena cerveza checa con la gente del hostal que me brindó una suerte de despedida, algo muy sorpresivo para mí. Es que entre tantas idas y vueltas, terminé yendo cinco veces a la ciudad de Gaudí quedándome todas esas veces en el mismo lugar, el hostal Graffiti. Me acosté a las seis de la mañana para despertarme a las siete por lo que lo único que no hice fue descansar. Ese sería el principio del fin de mi resistencia física, víctima de los siguientes vuelos y los cambios de horario. Fue curioso porque salí a las 10:30hs desde Barcelona para llegar luego de nueve horas de vuelo a las 13:30hs de New York. Ya la arrastrada de la valija tortuga ninja con su caparazón había sido complicada en la ida al aeropuerto de Prat, pero lo peor estaría por venir. Decidí ir al hostal ubicado en Manhattan haciendo una combinación de Airtrain + metro línea A + metro línea C. Que hacía frío, hacía frío, como ya sabía, pero el destino me tenía preparada una sorpresa. En vez de nieve, me encontré con una tormenta que según los locales era de las peores de los últimos años. Así, Alicito iba con su carpa tortuga ninja, un carry on y su mochila, cagado de frío pero lo peor… empapado hasta las pelotas por las calles newyorkinas. A todo esto me percaté de que la valija tortuga ninja estaba sufriendo algunos inconvenientes, pues las cuerdas que hábilmente ataban la caparazón al resto del cuerpo se habían aflojado y la carpa estaba tocando el suelo. El tema es que entre el frío, la lluvia, el cansancio y las ganas de llegar yo no me percaté de ello y cuando lo hice la carpa ya estaba rota en su extremo inferior. Para qué? Ahí tuve que empezar a levantarla y así, rotando de brazo, puteando, ensopado llegué al hostal. Mi cabeza no entendía nada, mi cuerpo menos. Apenas pude salir a comprar algo para comer y una botella de agua. Mi paraguas voló a la mierda con los fuertes vientos así que volví, me pegué un baño y luego de rechazar las ofertas de mis simpáticos compañeros de cuarto de sumarme con ellos a una salida me acosté a dormir. Me dormí a las ocho de la noche de New York, lo cual para mí era algo así como las dos de la mañana y me levanté a las siete de la mañana de New York con los ojos como dos huevo duro, pues para mí ya eran como la una de la tarde. Ese día fue todo New York. Caminé como si fuera el primer día del viaje, doce horas de corrido para ser exacto. Vi otro New York, atestado de gente, realmente atestado. Pude conocer la otra cara de un Central Park que me había recibido en primavera y que ahora me esperaba con paisajes totalmente diferentes, pero igual de hermosos. Luego me enfrenté al centro centro de donde prácticamente no salí vivo. Por momentos pensé que estaba en China, en su versión extremadamente capitalista y sin tantos olores feos, pero les puedo asegurar que en cuánto a la gente – en su mayoría turistas – no había diferencia. Nunca en mi vida había visto tanta gente acumulada en tantas calles. Fue casi imposible caminar y lo mejor que encontré fue un tipo que caminaba con una campera que decía lo siguiente: “Club Nacional de Football – Filial New York, New Jersey”.

Jamás me había puesto a pensar en los aeropuertos de esta manera. Durante el viaje, y quizás antes también, los vi siempre como esos lugares que en los libros de teoría de la arquitectura se llaman los “no lugares”, esos espacios impersonales, no apropiables por el simple mortal, muy parecidos entre sí aunque se traten de grandes, chicos, más o menos modernos, pues en su esencia se trata de enormes salas de espera y tránsito, pero nada más. Hubo un tramo del viaje donde cada dos o tres días estábamos tomándonos un vuelo, esperando en un aeropuerto, saliendo, llegando, haciendo escala, y ya era tan normal que se convirtió en una parada más de nuestra vida cotidiana! Estar en un aeropuerto pasó a ser una situación normal a lo cual me volví indiferente, cuando en realidad seguramente la mayor parte de la gente con la que me crucé lo tomaba como algo muy peculiar, pues en la vida normal de un ser viviente que no sea un gran empresario, piloto, artista o estudiante de arquitectura de Montevideo, no es cosa de todos los días tomarse un vuelo. Embebido en esa dinámica feroz de picar de aeropuerto en aeropuerto, llegué a perder la dimensión de lo que implicaba, pues mas que un lugar de espera o de transito se trataba de una puerta de un país a otro, de una nación a otra, una realidad a otra muy diferente, una especie de portal hacia ese tubo mágico, a esa versión actual de la tele transportación.
Hoy, me doy cuenta de que no me percaté de los rostros y expresiones de un montón de personas con las que me crucé. Esas expresiones me vienen a la mente ahora y me hacen caer la ficha. Esos ojos, esos gestos eran muy expresivos, y expresaban angustia, alegría, nostalgia, dolor, esperanza, etc. Un padre que despide a un hijo, un hijo que se va de su patria, tal vez para siempre en busca de mejores oportunidades, un hermano que viaja por un cumpleaños, un refugiado que escapa de alguien, una familia que se desmiembra, un fulano que simplemente va a un lugar por un par de días a resolver algunos negocios, otro que está por vivir las vacaciones de su vida y otro que se despide de su amor sin saber que nunca más lo va a ver. Todos estos, llegaron a ser para mi simples pasajeros que iban y venían mientras que hoy, hoy los veo y me doy cuenta que cada uno lleva una gran historia atrás de la cual vos y yo no sabemos nada, y se multiplican por millones y se convierten en masas descontroladas que corren de un gate a otro, de una sala de espera a otra.

Amigos, lo confieso, he vivido y lo mejor de todo es que gracias a ustedes he vivido para contarlo.
Al principio temía con que llegara este día y ni siquiera me lo podía imaginar. Pero lo curioso es que llegó un momento, no mucho después de aquel 21 de Abril, en que mi rutina pasó a ser tan diferente a la ordinaria que me olvidé de un montón de cosas, entre ellas que este día iba a llegar. Creo que llegó un momento en que pensé que jamás volvería, o al menos que jamás terminaría de viajar, que mi vida seguiría así para siempre, viajando, moviéndome, siempre con algo nuevo por conocer, algo totalmente distinto a mi “realidad” de todos los días. Pues déjenme contarles algo, al día de hoy me doy cuenta de que estuve 224 días de viaje, sí, doscientos veinticuatro días. Suena hasta absurdo. Suena como inconmensurable, como cuando a uno le decían en la escuela la distancia que había entre la tierra y el sol. Sí, tá, está todo bien, uno puede decir que son chiquicientos kilómetros o no sé cuántos años luz, pero eso no importa, porque para nuestra cabecita esa escala se va al carajo y por más que hagamos una maqueta a escala esa distancia no tiene sentido para nuestra capacidad de comprensión. Pues me da la impresión de que lo mismo pasa aquí. Para las estadísticas de Julio Cesar Gard, queda precioso decir doscientos veinticuatro días, pero se trata de mucho más que un número estadístico. Cada uno de esos días generaron cientos de experiencias nuevas, de anécdotas que me van a acompañar hasta la tumba y quizás después también. Esos doscientos veinticuatro días generaron más de cien mil palabras que semana a semana les fui enviando en esta seguidilla de crónicas de viaje. Y pensar que todo empezó allá, un veintiuno de Abril aunque haya tenido su verdadero comienzo mucho antes. Éste de Miami a Montevideo es el último de los 29 vuelos que me tomé y el cierre final de una recorrida por treinta y tres países, con más de veintiséis mil kilómetros en la Sabandija, con tantos otros en Estados Unidos, con viajes en camello, en bicicleta, en guagua, ómnibus, ferri, auto, taxi, coco taxi, metro, tren, camioneta… camioneta… qué linda la camioneta.

Claro, he visto tantos países y tantas realidades paralelas que hasta parece absurdo creer que es posible que seamos tan distintos los unos de los otros en un planeta tan chico. He visto muchas cosas que me hacen reflexionar sobre el paisito, su gente, su cultura, su idiosincrasia… su todo. Y sí, es verdad, me he calentado muchas veces por cosas que ya nos criticaba cuando aún estaba allá, esa cultura del garrón, esa de estar en la chiquita, el poco espíritu colectivo, el siempre señalar al otro y culpar a “la sociedad” por todo sin darse cuenta de que uno hace lo mismo que hace esa “sociedad”, etc, etc. Me he enojado muchas veces y sé que hay muchas cosas que sería mejor adoptar de otros países, pero también soy consciente de tantas cosas fantásticas que tenemos. Para no ir muy lejos, lo que más me doy cuenta cada vez que le cuento la historia de nuestro viaje a una holandesa, australiana, un flaco de Marruecos, un japonés valiente que salió a recorrer el mundo o incluso a un argentino o un brasilero, lo que más los impresiona es la solidaridad de nuestro pueblo. No se impresionan tanto con la parte organizativa del viaje, lo estratégico o la logística – la cual sinceramente es increíble que funcione con tantas cosas que se hacen mal – sino que lo que los vuelve locos es que tanta gente compre una rifa para ayudar a otro a cumplir un sueño como este. Y saben qué? Tienen que impresionarse y nosotros también. Está más que claro que si gente como vos no comprara la rifa de arquitectura, todo esto se lo llevaría el viento y jamás habría un Alicito escribiendo sus historias como si fuera el tío Bilbo en sus viajes por la tierra media. Hay algo que ya deberían saber y por si no lo saben se los digo ahora, y es que obviamente el principal objetivo que tuve siempre con estas crónicas fue devolver en una ínfima parte algo a todos ustedes. Me sentí siempre con el compromiso moral de poder agradecerles de algún modo el hecho de que estuvieran ahí. La idea era no dejar que simplemente luego de cobrar la última cuota me vaya de viaje y todo aquello quede en el olvido, porque insisto, si no fuera por vos, yo no estaría acá y este es de algún modo mi retribución a todos mis amigos y todos los que siempre están. El poder llevarlos aunque sea durante unos minutos conmigo por ahí, a pasear por el mundo y ver que hay cosas por las que vale la pena esforzarse - y ésta justamente es una de ellas – fue el objetivo primordial de todo esto. No solo he crecido enormemente como persona en esta experiencia, sino que también me convencí más que nunca de lo privilegiado que somos como estudiantes de arquitectura. Créanme lo que les digo, hay una diferencia abismal entre los libros y la arquitectura real, y este viaje… este viaje es invalorable hasta desde ese punto de vista. Si yo fuera lo suficientemente bueno expresando mis sentimientos y pensamientos – cosa que no ocurre – ningún individuo dudaría un solo instante en comprar una rifa siempre que se le presente. Si ustedes pudieran llegar a percibir en una centésima parte lo que significa esta experiencia para nosotros, ni siquiera tendríamos que salir a vender las rifas.

GRACIAS.