Cuando conocí a Andrea, yo tendría unos nueve o diez años, era una rata que se empezaba a acostumbrar a un nuevo país llamado Uruguay. Me pasaba jugando al fútbol en mi cuarto, el cual tenía unos nueve metros de largo por unos cuatro de ancho. Imagínense lo que era eso para mí, un paraíso en pleno Rivera y Bulevar. Mientras ella iba a casa, pues era una amiga de mi hermana, yo me pasaba jugando al supernintendo o le reventaba la puerta de madera que separaba el cuarto de Tandis del mío a pelotazos. Los años fueron pasando y aquel pequeño cabezón de diez años fue creciendo y mientras las interminables peleas con mi hermana iban dando paso a una amistad que crecería hasta convertirse en la estrecha relación de hoy, Andrea se iba adentrando cada vez más en mi familia y por consiguiente, en el corazón de cada uno de nosotros. Tardes de mate, vacaciones en Atlántida, interminables fines de semana o incluso hasta semanas enteras en donde ella solo iba a su casa a buscar ropa para volver a la nuestra la fueron haciendo una “Haghjou” más.
Se suponía desde el principio que yo iba a arreglar mis vueltas para pasar Navidad con ella, pero los planes fueron cambiando poco a poco. Es que Andrea vive en Tenerife desde hace unos dos años con Gonzalo, su esposo, un crack hincha de Liverpool que conocí hace ya unos siete años, allá, en el paisito. La vida los llevó a otros caminos y se convirtieron en una pareja más de la diáspora uruguaya en busca de otras posibilidades que nuestro paisito no ofrece. Y fue curioso, porque justamente la última oportunidad en que la había visto a ella había sido una vez que fue a casa a despedirse de la flia y a comprarme una rifa para que yo hoy esté haciendo este viaje y escribiéndoles todo esto. El tema era que yo estaba medio cagado por el tema del vuelo que me tenía que tomar para llegar a la isla con el constante cuco de que me deportaran. Fue así que la idea de pasar Navidad con Andrea y Gonzalo se fue dejando un poco de lado, hasta que el viaje a Roma me llenó de valor y me dije a mí mismo que no iba a terminar como Kevin, aquel personaje maravilloso de “Mi Pobre Angelito”. Así me habían bautizado el Rolo, el Chino y el Marto ante mi constante indecisión de dónde pasar la Navidad, y según ellos yo iba a terminar en el Central Park con la vieja de las palomas, cagado de frío y escapando de los “bandidos mojados”. Y fue hace no mucho que le escribí a Andrea para ver si me aceptaban en su casita.
Algunos días atrás habíamos estado en Montpellier junto al Chino y el Rolo, en la casa de Cleménce, una fenómena amiga del Chino que habita allí. Fueron días muy confusos, con sentimientos bastante extraños y la cabecita que no sabía que era lo que estaba pasando. Una noche antes de llegar viví uno de los momentos más complicados del viaje. Los días se fueron sucediendo uno tras otro, con gran velocidad y un ambiente a despedida tremendo, un olor a nostalgia que nos tenía un tanto confundidos y la aproximación de un hecho muy simbólico - la devolución de la camioneta - fueron moldeando los estados de ánimo. Habíamos estado en Bilbao y en San Sebastían. Qué les puedo decir? Sinceramente fue una maravillosa manera de ir culminando nuestro itinerario oficial. Llegar a Bilbao fue una inyección anímica tremenda para el Rolo especialmente. Nos pasamos jodiendo todo el viaje con la llegada al País Vasco, pues de allí venían aquellos que le dieron el apellido a nuestro amigo. Y llegamos no más, en un hermoso día soleado que nos agarró de sorpresa. Habíamos salido desde Galicia y las rutas hacia y desde el País Vasco fueron una cosa increíble. Hemos visto paisajes en rutas por todos lados y poder hacer estas últimas fue un privilegio. La ruta iba recorriendo las verdes montañas que simulaban un tapizado de terciopelo de color verde, con una uniformidad e intensidad difíciles de imaginar. Nos sentimos en un libro de cuentos, con enormes lomas que se sucedían una tras otra, con vaquitas pastando, como si se tratara de una propaganda de un chocolate con una vaca violeta, con casitas con techos a dos aguas y chimeneas humeantes. Todo eso pasaba por delante de nuestros ojos mientras no podíamos detenernos a sacar ni una foto. Así, pasando por esos pueblos escondidos en las montañas pasamos de un lugar a otro.


Bilbao dio paso a San Sebastián y San Sebastián a Barcelona. Luego de una maratónica manejada, la última, llegamos a Barcelona. A decir verdad fuimos primero a Badalona donde nos fuimos despidiendo del equipamiento de camping y supervivencia que nos había acompañado durante los últimos cinco meses. Aldo y Elva – tíos del Chino – nos recibieron como si fuéramos todos parte de la familia. Una rica cena y un ambiente de hogar fantástico nos dieron la última bienvenida, antes de la despedida. Fue luego de la enorme hospitalidad de nuestros anfitriones que hicimos los últimos kilómetros los cuatro. El ambiente era raro, muy raro. En los parlantes de la Sabandija sonaba “The End” de The Doors. Nosotros íbamos callados y alguno de vez en cuando trataba de decir algo para romper el incómodo momento, pero no había caso. Llegamos a Barcelona por tercera vez y nos encontramos en la puerta del hostal Graffiti. Se abrieron las puertas de la camioneta y entre todos fuimos bajando parte de las cosas y entre todos también las fuimos subiendo. Llegó el momento. Allí, en esa noche se disolvía el último núcleo más fuerte que había. Allí, “La Comunidad del Anillo” perdía a uno de sus integrantes más importantes. Esa noche tuvimos que dejar al Marto. Recuerdo que había llorado cuando salimos campeones de América. Recuerdo cuando se me calleron las lágrimas en la Caberna de los Beatles, pero lo que jamás pensé que pasaría se dio esa noche. Al Abrazar al Marto me cayó la ficha de lo que realmente significaba aquello. En cuestión de segundos me corrieron por delante de los ojos cientos de imágenes de momentos compartidos con él. Los que más estuvieron fueron aquellos del principio, en México y en Cuba, en los Estados Unidos cuando poco a poco empecé a descubrir un compañero fantástico, un tipo con cuya frescura y simpatía nuestros días se hicieron mucho más amenos. Ese abrazo significaba que se terminaba todo. Ese abrazo era a una de las personas que empezó el viaje conmigo aquél día y que se estuviera yendo significaba que el fin de toda esta historia se aproximaba, de hecho, La Sabandija ya no era la Sabandija. No sé cómo ocurrió, de hecho no me di cuenta y me agarró de sorpresa pero dos segundos después de abrazarlo, cuando me metí en la camioneta y los chiquilines lo saludaban sentí un nudo en la garganta que no pude sostener pues era demasiado fuerte y hasta me hacía doler la misma. Largué el llanto y no podía entender que lo estuviera haciendo yo, justamente yo, el señor racional! El camino desde el hostel hasta el momento en que pasé al volante fue eterno y horrible. No dejaba de pensar en flashes de instantes vividos desde Abril hasta la fecha y en la mayoría de ellos aparecía el Marto. La comunidad del anillo se había disuelto.
Esa noche dormimos en la camioneta, pues quedábamos solo nosotros tres. Esa noche hicimos el último “P”, en el país donde todo había comenzado, en Francia, a pocos kilómetros de Montpellier. Esa noche… esa noche prácticamente no dormí. La tristeza era muy grande y el subconsciente no me dejó en paz y cuando pensaba que lograba entrar en alguna especie de sueño alguna pesadilla me despertaba. Esa noche fue dura y me desperté a las ocho de la mañana. Ordené un poco mis cosas, escuché algo de música en el MP3 y pensé, pensé mucho. Hice tiempo hasta que se despertaron aquellos dos y ya eran casi la una de la tarde. Sin decirlo, sin acordarlo empezamos a limpiar la camioneta. Uno a uno fuimos sacando todo lo que había en ella. Llenamos varias bolsas de basura y nos llevamos algunos recuerdos. El Chino se encargó de arrancar una por una aquellas X de cinta pato que habían adornado la Sabandija y muy prolijamente los envolvió en papel para que cada uno se llevara una de recuerdo. Terminamos, salimos hacia Montpellier y sabíamos que todo estaba llegando a su fin. Llegamos, nos recibió el novio de Cleménce para que dejáramos todo en su apartamento y nos fuimos de nuevo en la camioneta, en el último trayecto, hasta el aeropuerto de Montpellier. Llegó el momento. El Rolo entregó los papeles del auto, yo tuve que entregar la copia de la llave y cuando quisimos acordar estábamos a pata. Allí estaba la Sabandija, hermosa, única, junto a sus otras hermanas de las cuales la gran mayoría tenían choques varios. Ella estaba hermosa e intacta. Intentamos sacarle las matrículas para llevárnosla de recuerdo, pero no pudimos y así, ya a pie, luego de cinco meses arriba de la Renault nos tomamos un taxi hasta lo de Clem. No hablamos en el taxi. Nos sentíamos enanos, en un auto, enano, bajo… extrañábamos la Sabandija y lo extrañábamos al Marto.

Llegó el día, otro más, otro día clave. Me levanté temprano para dar un apretado abrazo a mis otros dos compañeros de ruta. El Chino y el Rolo se irían a Nueva York mientras que yo partiría esa tarde hacia Tenerife. Y ellos se fueron, y yo me fui. Estaba solo, una vez más, la segunda desde que empezó el viaje. La primera había sido cuando fui a Egipto, y ahora, una vez más estaba solo, pero entre la tristeza de la soledad y de una nueva despedida una alegría inmensa me invadía y abría un capítulo más. Es que el desenlace de todo esto parecía una película de esas donde a cada rato aquello que uno se pensaba que era el final no lo era y daba pie a otra vuelta de tuerca que desembocaba en otro final, y así sucesivamente. Esa noche aterricé en el Aeropuerto de Tenerife Sur. Me tomé una guagua – bastante diferente a aquellas de La Habana – y me bajé en Candelaria. Un abrazo tan apretado como aquellos de antes me recibió y entre una especie de frenesí mutuo y alegría desbordante llegué a la casa de quien alguna vez fue amiga de mi hermana y que hoy es mi hermana. Llegué y no lo podía creer, estaba con Andrea y Gonzalo, después de dos años.

Pasear paseé, descansar descansé, y divertir me divertí, pero sobre todo disfruté de la inmejorable compañía de mis amigos. Lo más curioso fue Navidad. Pasé una nochebuena para el recuerdo, peculiar, muy diferente a la típica, solo nosotros tres divirtiéndonos mucho, en un lugar donde permanentemente está la compañía del océano, su constante música, sus olas entre las rocas y sus paisajes maravillosos. Pasé una Navidad de novela, más parecida a la que siempre tuve en cuanto al clima caluroso y me reí solo al acordarme de Kevin. Para esas horas mis amigos y compañeros de viaje estarían ya todos en sus casas, con sus familias, algunos disfrazados de Papá Noel, otros brindando… yo, me encontraba a kilómetros y kilómetros de distancia, consentido y mimado, feliz, muy feliz.